Nora Strejilevich - Materiales - Capitulo I


 

Una sola muerte numerosa

PREMIO LETRAS DE ORO, USA 1996

Nora Strejilevich


A quienes me contaron sus vidas hasta largas horas de la noche, o me regalaron historias en instantes que fueron años. A quienes me ayudaron leyendo, o simplemente siendo.


A ustedes tres, que al irse me dejaron con la palabra en la boca.


Desde 1975, todo mi país se transfiguró en una sola muerte numerosa que al principio parecía intolerable y que luego fue aceptada con indiferencia y hasta olvido
-Tomás Eloy Martinez

 

Cuando me robaron el nombre
fui una fui cien fui miles
y no fui nadie.
NN era mi rostro despojado
de gesto de mirada de vocal.


Caminó mi desnudez numerada
en fila sin ojos sin yo
con ellos sola
desangrado mi alfabeto
por cadenas guturales
por gemidos ciudadanos
de un país sin iniciales.

Párpado y tabique
mi horizonte
todo silencio y eco
todo reja todo noche
todo pared sin espejo
donde copiar una arruga
una mueca un quizás.

Todo punto y aparte.


No vamos a tolerar que la muerte ande suelta en la Argentina.
-Almirante Emilio Massera, 1976

Una magia perversa hace girar la llave de casa. Entran las pisadas. Tres pares de pies practican su dislocado zapateo sobre el suelo la ropa los libros un brazo una cadera un tobillo una mano. Mi cuerpo. Soy el trofeo de hoy. Cabeza vacía ojos de vidrio. Los cazadores de juguete me pisan pisa pisuela color de ciruela.
El rito exorciza mis pecados en el Ford Falcon sin chapas: templo verde con antena que acelera por Corrientes, a contramano, pasando semáforos en rojo sin que nadie parpadee. Lo de siempre.
Pero no todos los días ¿o todos los días? se rompen las leyes de gravedad. No todos los días una abre la puerta para que un ciclón desmantele cuatro habitaciones y destroce el pasado y arranque las manecillas del reloj. No todos los días se quiebran los espejos y se deshilachan los disfraces. No todos los días una trata de escapar cuando el reloj se movió la puerta torció la ventana trabó y una gime acorralada por minutos que no corren. No todos los días una tropieza y cae manos atrás atrapada por una noche que remata su vida cotidiana. Una se marea por la vorágine de retazos de ayeres y ahoras aplastados por órdenes y decretos. Una se pierde entre sillas dadas vuelta cajones vacíos valijas abiertas colores cancelados mapas destrozados carreteras inacabadas. Una apenas siente que los ecos modulan -¡te querías escapar, puta!- y que una boca inmensa la devora. Quizás murmuren voces conocidas: ni ella ni él están en nada. Pero una está aquí, del otro lado, en este cuerpo precario: suelas tatuadas en la piel bota en la espalda arma en la nuca.
-¡De pie! - y una se para sumisa confundida atontada vencida y grita -¡me llevan, me llevan!- mientras dedos metálicos se clavan en la carne. Dos de la tarde impune la tiran a una al ascensor la arrastran. En la vereda una patalea contra un destino sin nombre en cualquier fosa colectiva. El espacio se deshace entre los pies.
Lanzo mi nombre con pulmones con estómago con el último nervio con piernas con brazos con furia. Mi nombre se agita salvaje a punto de ser vencido. Los domadores me ordenan saltar del trampolín al vacío. Me empujan. Aterrizo en el piso de un auto. Lluvia de golpes: este por gritar en judío este por patearnos. Y otro más.
-Judía de mierda, vamos a hacer jabón con vos. Soy un juguete para romper. Pisa pisuela color de ciruela.


Acordate que yo maté tres o cuatro personas con mis propias manos. -Almirante Emilio Massera

A la lata al latero a la chica del chocolatero / a la A / a la A/ Mariquita no sabe hablar / a la E / a la E / Mariquita no sabe leer...
Coros a muchas voces sobre fondo manchado de colores brillantes. Verde, la ligustrina que separa mi casa de la vecina; blanco, las lajas del jardín por las que rueda que ruedan las ruedas de mi ferrocarril; rojo, las baldosas del patio que se balancean cuando me hamaco; marrón, el piso que se desparrama por los dormitorios. En la cocina una mancha plateada, la caldera; en el baño una transparencia, el espejo de mis muecas; en el cuarto de mis padres la cortina de voile, mi vestido de fiesta; en nuestro dormitorio la lámpara, redonda como El globo rojo que mostraron en la escuela. El globo lo sigue al pibe toda la película, pero el mío no sabe volar y me espera en el techo. Es obediente y muy lindo, con una planta verde y una mariposa posada en el medio. Siempre me quedo dormida contando las hojitas de mi lado. Mi hermano tiene menos porque no las cuida. Hoy el globo se ve más redondo porque nos juntaron las camas. Papá y mamá salieron y nos pusieron un colchón al lado del otro: parece grande como el de ellos. Nos dejan ver la tele hasta tarde, si y sólo si nos portamos bien.
Gerardo eligió un programa a su antojo. Siempre se sale con la suya porque soy más chica. Mira una pelea: masas de músculos se dan trompadas, se destrozan a golpes. Me da miedo y aprovecha para divertirse a mi costa. Se planta delante de mí y hace muecas: con una mano se estira la mejilla, con la otra se empina la nariz, saca la lengua y me ataca. Si me escondo bajo las sábanas, apaga la luz y salta para tragarme. Si trato de escapar, me cierra la salida. Le grito, le pego, lo empujo, hasta que logro zafarme y corro, corro hacia la puerta de calle. Hacia más allá, hacia cualquier parte.
La oscuridad de los potreros no me asusta. Llego hasta el cementerio sin que me alcancen los fantasmas. Cruzo y golpeo una puerta. Un par de brazos me alza. Ahora que entiendo lo que acabo de hacer, me tiemblan las piernas. Los mayores me festejan y sonrío, segura, bien alto entre sus brazos. Revoloteo como la mariposa de mi globo, sin parar.
Te embromé, te requete embromé, a peten sen den. Te dejé solo y el que se va a morir de miedo sos vos. Te va a dar un ataque de asma.
Buenas noches/que descanses/gracias/igualmente/de nada/buenas noches. Nadie va a seguirte el versito porque me voy a dormir con ellos.
Gerardo molestando a la hermanita, Gerardito alzándola sobre sus hombros, Nora resentida porque le tiró del pelo, Norita riéndose porque le hace cosquillas.
-¡Shh! ¡Silencio que nos van a retar!
Perro y gato se persiguen por el jardín, se esconden en la terraza, se vuelven a pelear.
Corto mano/ corto fierro / cuando te mueras / te vas al infierno.
Veinte años después, en 1977, la casa es otra. Negro, los barrotes del balcón, mi jardín mutilado; gris, las persianas entornadas, sombras de árboles imaginarios; marrón, el piso que se desparrama por el departamento; blanco, el marco de la puerta, nuestro último escenario.
-Fijate por la ventana si me siguen- decís, sosteniendo las palabras del borde para quitarles peso.
-¿Qué gano con mirar? En plena dictadura y vos jugando a las escondidas con el cuco.
Te enojás y te vas. Salgo a mirar si te siguen. No veo a nadie. Tampoco a vos te vuelvo a ver.

Si es preciso en Argentina deberán morir todas las personas necesarias para lograr la seguridad del país.
-General Jorge Rafael Videla, 10 de octubre de 1975

Hoy la vi en Plaza Dorrego. Entre palomas, bailarines de tango y bandoneones, músicos de metal forjados con tenedores y cucharas, vitrolas, monedas antiguas, sábanas bordadas por tatarabuelas, estampillas antiguas y turistas. Junto al aljibe salpicado de cuadritos con consejos para padres, rodeada de sus inevitables flores de papel, está sentada con sus sandalias y su sombrero de pétalos rojos, lilas, amarillos, azules y verdes. Los matices de sus ochenta años posados en el centro mismo del domingo.
-Si no me decís que son lindas tenés que pagar peaje- amenaza a un público goloso de ternuras que le saca fotos como a una diva.
-Cuando era maestra no me gustaban los directores, los inspectores, los boletines, los timbres, la institución. Me revelaba contra la pacatería, contra el sistema. Despliega su amplia sonrisa, se arregla el pelo corto, y sigue: -Ahora me pongo un sombrero con flores para que me acepten, aunque sea como a una excéntrica, y eso te muestra la banalidad de esta sociedad.
En sus clases de geografía no colgaba los mapas. Los ponía en el piso y todo el grado caminaba encima. -Nos íbamos a Europa, nos abrigábamos para el polo, nos tirábamos al sol en Brasil. Esos pibes conocieron el planeta conmigo.
Maestra y dulce dama indigna: sus flores, nos previene, sirven para seducir a los hombres. Se la regalás al que te atrae y te sentás a esperar. No falla.
Así fue que conquistó a su amante, porque es soltera. Eso se lo cuenta sólo a privilegiados que, como yo, llegan hasta su casa sin pagar peaje. En su dormitorio, entre las ramas curvilíneas de sus volubles arreglos florales, distingo la foto de su amado, cuya nariz afilada asoma, airosa, bajo el inefable gorro militar: el mismísimo ex-Comandante General Jorge Rafael Videla.
-Me ofreció puestos, pero los rechacé. No soy oportunista como esas locas de la Plaza que andan reclamando por ahí. Quieren hacerse famosas a costa de unos pocos subversivos. No fueron tantos, y además, eran todos guerrilleros. Ella lo sabe a ciencia cierta por boca del Comandante, a quien amó durante 25 tersos y gloriosos años.
-Él no sabía nada de los asesinatos, fue traicionado por sus pares. Me lo dijo cuando fui a verlo a la cárcel.
Los veo abrazados entre sábanas bordadas -el gorro militar blanco y puro como sus ideas sobre la mesita de luz- aquella madrugada en la que a Gerardo lo arrancan de la cama por subversivo.
NO ES, en esencia, un hombre político. Seguramente por ello imprimirá a su gestión un estilo similar al que utiliza en la conduccción del Ejército, caracterizado por el low profile, por una línea contenida, más inspirada por la mesura que por el apresuramiento. -La Opinión, 19 de marzo de 1996

 

Hacemos nuestros operativos entre la una y las cuatro de la mañana, hora en que el subversivo duerme. -General Acdel Vilas

Gerardo compite en la carrera de postas de primer grado. El público aplaude. Preparados, listos ¡Yaaa!
Gerardito corre entre los más rápidos. De golpe se para, gira la cabeza 180 grados, sonríe y saluda con la mano: está mamá. Sigue a toda velocidad y llega último. Se larga a llorar.
Gerardo va a primer año de la secundaria y todavía no usa pantalón largo. El nene está adelantado un año.
Gerardito quiere ser director de orquesta y sus padres lo convencen de todo lo contrario.
Gerardito hace travesuras y siempre lo pescan.
Gerardo es inteligente pero no estudia.
Gerardo cambia de colegio porque lo echan. Tiene más amonestaciones que pelos en la cabeza.
Gerardo se opera una rodilla para salvarse de la colimba. Gerardo estudia pero no trabaja.
Gerardo saca la cara en las asambleas, maldita universidad.
Gerardito tiene novia y la trae a dormir a casa.
Gerardo redacta volantes en la máquina de escribir de papá.
Gerardito es divertido, ingenioso, amistoso y audaz.
Gerardo escribe demasiado:
Tenemos en el país una orquesta compuesta por:

Gran Orquestador: el Señor Burgués.
Director: Juan Carlos Represor.
Intérpretes: obreros y campesinos, con la actuación especial de algunos pequeño-burgueses. Esta música, compuesta en Buenos Aires City, se divide en tres movimientos:
económico (imperialismo vivace),
social (andante en cana o estado de sitio con molto) y
político (fuga en futuro fraude mayor).

Gerardo está fichado. No viene a dormir a casa.
Gerardo apoya la violencia de abajo y desafía la violencia de arriba.
Gerardo teme porque lo siguen.
Gerardo piensa:
Es como tomar conciencia, como verse repentinamente no perenne, como si te afanaran un cacho de vos mismo así, socarrona, sobradamente y te dijeran Quedate musa, bepi, insinuándote que al fin y al cabo, quieras o no, te seguirán afanando -poco a poco, es cierto- hasta que no queden más que tus cenizas.

Gerardo casi seguro no mató y casi seguro no secuestró a nadie.
A Gerardo seguro lo secuestran y casi seguro que lo matan.

Nunca más tuve noticias de él. -Nora Strejilevich, Nunca Más
Milicos / muy mal paridos/ qué es lo que han hecho con los desaparecidos...
Legiones de cánticos, rimas, quejas y reclamos inundan las calles del 84, que estrenan la democracia. Las tonadas dividen la oscuridad en infinitos planos sonoros.
No hubo errores / no hubo excesos / son todos asesinos los milicos del proceso...
Llenan el vacío: ese concepto que nunca me pudiste hacer entender. A vos, que tanto me hablabas de las líneas y los puntos en el espacio-tiempo, no puedo asignarte un plano, ni un vector, ni una tumba. Lleno el vacío con voces que al menos me distraen de tanta sangre. Letras palpitantes, vocales y consonantes que a duras penas te invocan. Palabras, sólo quedan palabras. Sos tu nombre sin cuerpo, peso o remordimientos.
Veo la esquina donde se forma la marcha, pero antes de dar el primer paso te adelantás. Choco con tu nombre y nuestro apellido a lo largo de una desfachatada tela blanca. Tus letras negras me punzan la memoria y las piernas siguen andando solas. Me quedo ahí, plantada frente a tu grito unidimensional.
Corto mano / corto fierro / cuando te mueras te vas al infierno. Una culpa harapienta se enreda entre las rimas.
Las lágrimas te esquivan, te merodean. No hay ventana para asomarse a la desmesura de la verdad. Busco perspectiva, un marco para sostener el agobio. La nada es tan difícil como el principio de incertidumbre.
Aparición con vida y castigo a los culpables...
No canto a coro, me da escalofrío. Callo y registro:
En un bosque / de la China / un milico se perdió / por qué no se pierden todos la puta que los parió...
Resuenan bombos y platillos. Te acompaña Graciela, esa noviecita etérea que, flotando al vaivén de su pelo lacio, solía aparecer en puntas de pie y en pijama por el pasillo. En ese instante tu estrategia para no ser descubiertos, planeada con tanto esmero, se desmoronaba al pie del estandarte familiar. De ahí en más se aceleraba el abrupto final: fuera de casa por una semana, exilio por desacato. Amenaza que en unas horas se diluía en la tibia prohibición de no traerla más.
Las mayúsculas de Graciela no son tímidas como en aquella época. Parece que el tiempo (iba a decir la vida) la hizo desafiante y hasta intrépida. Son tan grandes como las tuyas. Ese apellido, entre voluptuoso y armónico, atrae más la atención que el tuyo: Barroca. Suena a arpegios, a pinceladas, a poesía. A destino trágicamente bello. Un apellido de primera: herencia militar.
El tuyo, en cambio, es de segunda: un interminable apellido judío, de esos trabalenguas que a los locales les exaspera pronunciar. Una marca de diferencia, en todo caso, y no de las mejores. Con una carga de patetismo expuesto a cualquier vendaval.
Con razón los del Comando, mientras la esperan en el comedor de su casa, se muestran tan irritados con el ex-marino Barroca:
-¿Cómo dejó que su hija se meta con un judío?
Premisa errada: no la había dejado. Todo había sucedido sin su permiso, igual que este allanamiento. Ya sus palabras no eran órdenes para nadie, estaba acabado. Ni siquiera le sirvió su olfato militar para detectar que el comando que rodeaba su casa no era guerrillero.
-¡Si no abre volamos la casa con dinamita!
Saben que el dueño es un Subofical de la Armada retirado, por eso, con todo respeto, le ordenan salir con las manos en alto.

Luego de abrir la puerta de calle y de pedirles a esos hombres que se identificaran, con resultado negativo, no tuvimos más remedio que salir con las manos en alto. Entonces pude ver que estaban rotas las ventanas de atrás. Amén de los primeros destrozos, el frente había sido dinamitado, y amenazaron con proceder a volarlo todo si la familia no salía.

El caniche en brazos: la pelambre erizada, con taquicardia. A cubrir la jaula de la lora con una manta, para que no chille. Cae la noche cuando la presa se asoma a la puerta de calle.

Los sujetos vestían todos de civil, eran ocho y tenían muchas armas automáticas, granadas y esposas. Me vendaron los ojos al igual que a mi hija menor, nos distribuyeron en distintas piezas y procedieron a un interrogatorio exhaustivo sobre la vida de toda la familia. Buscaban en nuestra casa, que presumían refugio de terroristas, a nuestra hija Graciela. A las diez de la noche volvió de lo de una compañera donde había estado preparando un examen. A eso de la una de la madrugada, tras revisar a fondo toda la casa, el responsable del operativo se acercó a mi marido para informarle que se la llevaban para ser interrogada por un capitán. Que no se había encontrado nada, pero que Graciela pertenecía a la Juventud Universitaria Peronista. ¡Si la JUP fue creación de un ideólogo del Ejército, Juan Domingo Perón!¿de qué podían acusarla?

Un enjambre de ametralladoras la guían al Ford Falcon sin chapas. A la familia se le sugiere que no haga denuncias que afectarían la reputación del Suboficial. En unos días todo volverá a la normalidad. Claro que en esas diligencias suceden a veces accidentes indeseados, totalmente impredecibles y ajenos a la voluntad de los empleados.

Mi marido presentó habeas corpus, denunció el secuestro en la comisaría (donde se le informó que mediaba una orden del Ejército de no intervenir), concurrió decenas de veces al Ministerio del Interior y dejó de hacerlo porque siente que lo tratan como a un chico.
CASO 754: No está probado que Graciela Barroca fuera privada de su libertad el 15 de julio de 1977, en su domicilio de la calle... de la provincia de Buenos Aires.
Ningún testigo afirmó haber visto el procedimiento, o a la causante en algún centro de detención. Sólo se cuenta con lo que surge del relato efectuado al iniciar el expediente caratulado "Barroca interponer recurso de habeas corpus", lo que no parece apuntalado por ninguna otra probanza. -La sentencia

Tu apellido, Gerardo, parece ocupar más y más espacio. Ese espacio en expansión que no se puede ordenar sin generar entropía, dirías. Recién ahora lo entiendo: los militares aumentan el desorden del universo a fuerza de controlar el caos. Controlar el caos es un método sistemático que se practica con la doctrina en la mano: se seleccionan disidentes y se los extirpa del tejido social. Medicina preventiva. A mí también me la aplican, y no les va nada mal.

ESE DIA, el 16 de julio de 1977, luego de revisar toda la casa, secuestrar algunos libros y papeles. . . se llevan a Nora. -Nunca Más


El recorrido entre mi barrio y el Club Atlético dura un cuarto de hora, un día sábado, cuando el tránsito afloja. Se hace rápido porque el conductor, campeón en cortejos de encapuchados, acelera a unos 150 km/hora. Cuando el auto penetra la tierra sé que llegamos a destino. Estaciona en el único círculo helado del infierno.
-¿La pequeña se portó mal? ¡Venga que le vamos a hacer chas chas en la cola! ¡Desnudate, pendeja!
Es todo tan veloz que ni recuerdo cómo o dónde me saco la ropa, y eso que no es costumbre mía hacerlo en público. Lo hago sin ayuda de nadie y a toda velocidad, pero igual me regañan a culatazos.
La ventaja de no ver es que permite ignorar la presencia de los otros. A no ser que hablen. Y estos hablan. Mejor dicho: ordenan.
-Acostate boca arriba. En una mesa metálica, fría. Me amarran.

Hombres de braguetas ágiles
No me amarran pero me meten en un auto, cuatro hombres armados. Como estoy embarazada, cuando me vienen a buscar creo que es para ir al hospital, ya que a las presas las atienden en la maternidad en esos casos. Pero los que me buscan están vestidos de civil, y cuando les piden identificación bajan la voz. En el camino no doblan en dirección al hospital: siguen de largo y desembocan en un cruce. Veo un carro de policía y varios patrulleros. Me hacen subir y ahí me encuentro con presos que van a ser trasladados. Me doy cuenta que estoy en la máxima ilegalidad. El viaje parece tan largo, aunque posiblemente haya sido muy corto. Como decía Cortázar, el tiempo se hace trizas entre las manos. Es tan incómodo que yo, con un embarazo de ocho meses y dos semanas, empiezo a descomponerme. Los presos golpean y los policías paran. Al acercarse me dicen: -en realidad no sabemos quién es usted.

¿Cómo vivir entre gente que no sabe quién es una, en recodos ciegos que no figuran en el mapa? ¿Entre hombres que, sin mayores inconvenientes, se ganan su pan de cada día preguntando ¿cómo te gusta, por delante o por detrás? Hombres de braguetas ágiles: las abren y las cierran con maestría gracias a un entrenamiento sin tregua. Una forma varonil de vencer al enemigo. Yo crucificada, manos y pies atados sobre una mesa helada. Ellos en pie de guerra: -Vamos calentona, deschavate. Que cómo, que cuándo, que dónde fue la primera vez
A ESA CHICA, cuando la secuestraron, le preguntaron qué tortura prefería, la picana o que la violaran. Primero eligió la picana, pero luego pidió que la violaran.
Al día siguiente, un guardia le preguntó:
-¿Qué te pasó anoche?
-Me violaron, señor.
-¡Pelotuda! (una cachetada)¡a vos aquí nadie te hizo nada!
-¿Entendiste?
-Sí, señor.
-¿Qué te pasó anoche?
-Nada, señor. -Nunca Más. Ana María Careaga

-¿No te acordás de nada? ¿era de pie o acostados? ¿por delante o por detrás? ¿Se enteraron tus papás?- machacan los preguntones.

Me dijeron -che, no vas a querer que se entere tu marido. Yo pensaba: él va a tener que escuchar. Pero no, no escuchó nada. Me tiraron en la cama, yo amordazada. Quería gritar y ya no podía. Pensé: ojalá me muera.
La única manera de salir de eso es la muerte, me decía. Ellos tienen todo el tiempo del mundo, y uno siente que la muerte es la única manera de dejar de sufrir eso que nunca termina de pasar.

Y las voces siguen, implacables en su curiosidad: -¿Cómo pasó: de día o de noche?
Todo pasó a plena luz del día. A la vuelta de la escuela entro al ascensor con un desconocido. Es gordo y me acorrala entre su barriga y el espejo. -¿Cuántos años tenés?- me susurra entre dientes mientras arrima su gordura blanda a mi cuerpo. Una mano ansiosa me roza, se apura por los pliegues del guardapolvo, me pellizca, me arrincona. Huelo un olor azul. Un guante me tapa la boca. Una voz me promete placeres que no comprendo. En el tercer piso lo empujo, abro la puerta y salgo corriendo. El olor azul se queda ahí.
Me libero de una cárcel para encadenarme a otra. Tengo miedo de salir y miedo de quedarme, miedo de moverme, miedo de tener miedo. Mañana vendrá a la escuela. Mañana no debe llegar. Me recluyo en el presente, entre las paredes del departamento, espiando el tiempo amenazante de la calle. Pibas, jóvenes, mujeres, caminan solas por la vereda. A la vuelta de la esquina algo les pasará y después sus ventanas parirán barrotes.
Esta obsesión no me abandona. Interminables días, meses. Interminable año de observar cuerpos deslizarse por la calle con su pesada carga sexual. Voy a la escuela de la mano de papá. Desnudo a la maestra y la veo ridícula, el pubis canoso y los pechos fláccidos. En la hora de historia imagino ejércitos de violadores, en la de geografía continentes de carne, montañas como esa barriga.
No sé si por cansancio, hastío o debilidad, un día salí a la calle de la mano de mi primer amor. Olvidé las pesadillas de un invierno y un verano solitarios. De repente éramos dos, mi cuerpo un nuevo territorio con cada caricia. El lenguaje brotaba con palabras desconocidas para mis sentidos. Era mujer y lo deseaba.
Nuestra pasión, Gabriel, es un arrebato apenas controlado por mi pudor, una mezcla de poesías escritas en hojas de cuaderno, de ojos cerrados o entornados, de bocas susurrando mañanas. Soy tu musa y recibo tus ofrendas bajo la lluvia otoñal, como señal de armisticio tras nuestras peleas. La reconciliación se cierra con un beso y la caza del atardecer, con cantos a dos voces por las vías del tren que mueren en La Boca. La Boca para caminar, La Boca para reír, La Boca para estar con vos. Componés música para mí y para vos sólo compongo una carta. No sé cómo o por qué se esfuma el encanto, un día me abrazás y sos otro. O soy otra: no quiero ser musa de nadie. Pido palabras prestadas para decirte adiós.

Adiós mundo cruel
Adiós sesión. Me arrastran a una celda, para que recapacite. El guardia es ahora una voz suave, íntima, paternal.
-Tranquilizate, nena, relajate. Una voz que se aleja cantando: Adiós mundo cruel / ya nunca te veré / yo diré que no te conocí / pero todos ya comprenderán / qué magnífico es / dejar este mundo cruel / adiós adiós...
Si tuviera paladar, lengua, o labios, sonreiría. Mentira, no podría. Un aullido de muerte me ocupa el cuerpo.
-Sos bosta, no existís, acota otra voz. El dolor lo abarca todo. La irrealidad del mundo se instala entre las encías y las muelas. Más allá, nada existe.
LOS ELECTRODOS en los dientes. . . parece que un trueno te hace volar la cabeza en pedazos. . . un delgado cordón con pequeñas bolitas. . . cada bolita era un electrodo y cuando funcionaba parecía que mil cristales se rompían, se astillaban en el interior de uno y se desplazaban por el cuerpo hiriéndolo todo. . . no podía uno ni gritar, ni gemir, ni moverse. Un temblor convulsivo que, de no estar atado, lo empujaría a uno a la posición fetal. -CONADEP

Estoy temblando, me castañetean los dientes, todo me duele más. Quiero ver dónde estoy, me bajo la venda y por primera vez abro los ojos. No sirve de mucho. La oscuridad lo abarca todo. Apenas entro sentada, es como un ropero. Estoy aquí para pensar. La mente en blanco. Ni siquiera pienso en la muerte. Entre mis pensamientos y yo, esta puerta de metal compacto. Que recapacite. No se me ocurre nada, se me agotaron los verbos. Nombres, nombres y más nombres. Y música de fondo, que se escurre por la tonada del carcelero: un hervidero de llantos como gritos, de gritos como alaridos, de alaridos como gemidos, como un volcán de angustia, como nada que se pueda comparar con nada. Nada que decir, nada que acotar. Un dolor agudo como puntada en el espesor de los músculos, en las entrañas, en los huesos. Si el cuerpo no se desmembra es porque lo atraviesan miles de agujas. Música. Descargas y música para tapar las descargas. Un contrapunto impecable.

NORA STREJILEVICH (legajo No 2535) estaba terminando de preparar su equipaje para el viaje que debía emprender a Israel, cuando un grupo de personas penetró en su domicilio. -Nunca Más

Un contrapunto de lamentos se arrastra desde lejos. Por la cocina, que da al templo de la calle Paso, se filtran armonías en una lengua misteriosa que acompasa nuestros sábados. Nunca piso la sinagoga, me basta con vivir en esta caja de música a cuyo son descuelgo mi ropa. Música de gritos callados, acallados, calados.
-¿Qué gritabas en judío en la calle?
-Mi apellido.
-Vas a ver cómo se te acaban las ganas de tomarnos el pelo, rusita.
A LOS JUDIOS los sacaban todos los días para apalearlos y pegarles. Un día llevaron una grabación de discrursos de Hitler y les obligaron a levantar la mano y a decir: YO AMO A HITLER, HAI HAI FUHRER. Con eso se reían y les sacaban la ropa para pintarles una cruz svástica negra con pintura de aerosol en el cuerpo. -CONADEP

Me atan de pies y manos. Crucificada. No hay peros, me duele, déjenme tranquila. Soy un cronómetro, quizás humano.
-Aunque no sepas nada la vas a pagar por moishe.
ME ASEGURARON que el "problema de la subversión" era el que más les preocupaba, pero el "problema judío" le seguía en importancia y estaban archivando información. Me amenazaron por haber dicho palabras en judío en la calle (mi apellido) y por ser una moishe de mierda con la que harían jabón. -CONADEP


EL INTERROGATORIO lo centraron en cuestiones judías. Me preguntaban los nombres de las personas que iban a viajar a Israel conmigo. Uno de ellos sabía hebreo, o al menos algunas palabras que ubicaba adecuadamente en la oración. Procuraba saber si había entrenamiento militar en los kibbutzim (granjas colectivas), pedían descripción física de los organizadores de los planes como aquél en el que yo estaba (Sherut Laam), descripción del edificio de la Agencia Judía (que conocían a la perfección). -Nunca más. Testimonio de Nora Strejilevich


Conocen a la perfección el edificio de la Agencia Judía. Uno de ellos me refresca la memoria:
-Adelante está la escalera, arriba la oficina de atención al público ¿Te acordás ahora?
Como me niego a recordar al que me atendió, me lo describe con lujo de detalles. ¿Quién es este que sabe tanto? Y si sabe tanto ¿para qué pregunta?

EN LOS centros clandestinos en los que actuó, el Turco Julián se paseaba mostrando un llavero con la cruz svástica, tenía especial ensañamiento con los detenidos judíos, y les llevaba a los presos literatura nazi para que leyeran. -La Nación, 2 de mayo de 1995

-Ustedes son judíos pero son buenos- le había dicho a mamá la vecina de enfrente. Ellos eran alemanes y según mis padres, SS refugiados en Sudamérica tras la Segunda Guerra Mundial. Mis abuelos, en cambio, son rusos y polacos que llegan a la Argentina para 1910, año de pomposos emblemas: paz, unión, integración. Es el centenario de la Revolución de Mayo, generoso en conmemoraciones e himnos a la patria. La confianza en nuestra predestinación a la grandeza es unánime, el crisol de razas, un hecho.
Miles de ojos descubren América desde estepas y montañas de Europa. Miles de oídos auscultan el horizonte dorado y prometedor de la pampa. Proyectan sobre el paisaje de pogroms, migraciones y destrucción un paisaje bucólico que sólo exige trabajo. Muchos vienen. Anclan en Buenos Aires. En sus playas de barro depositan baúles y bultos que amarran a carros -veinte o cuarenta años de vida anudados en ropa, recuerdos, candelabros.
¿Convivieron con las olas por sesenta días y sesenta noches? ¿Fueron a parar al Hotel de Inmigrantes, con sus hermanos de barco? ¿O remontaron esa misma noche el río Uruguay hasta Entre Ríos?
Recién entonces se percatan de sus deberes: transformarse en dioses. Hacer brotar cultivos sin herramientas, vivir sin techo. Casi. Hay carpas de lona y el horizonte salvaje cubierto de pastizales. Quién sabe las historias que allí se tejen. Al calor del sol y del nuevo ritual cavan pozos, trazan surcos, aran y ven crecer la vasta promesa del trigo. No hay mucho: unos pocos rastrillos, palas y muchas manos que aprenden la tierra. La desolación se cubre con cortinas de teatro, festejos, rezos y melodías románticas de países remotos. No se logra con eso paliar sequías, langostas, heladas e inundaciones. Al abuelo Isidoro no le atraen ni el campo, ni las bambalinas, ni las plagas naturales. Hace rancho aparte, se muda a la capital. “Se alquilan piezas” anuncia por todas partes Buenos Aires.

Son muy parcos
Una mísera pieza para esconderse. En el Buenos Aires del 77 no se alquilan habitaciones para jóvenes militantes. Sálvese quien pueda. Y el lugar de trabajo de Gerardo, sin ir más lejos, no ofrece demasiadas seguridades: secuestraron a varios científicos sin que su director sienta necesidad de mencionarlo. El director es un contraalmirante y los contraalmirantes suelen ser muy parcos.
ENTRE OCTUBRE de 1976 y setiembre de 1978 catorce físicos, ingenieros y otros empleados de la Comisión de Energía Atómica, ejemplar en el continente, "desaparecieron" en manos de las fuerzas de seguridad. -Martín Andersen

Muchas veces me preguntaban, en esas reuniones de padres que hacíamos, qué pensaba del destino de nuestros hijos. Como eran científicos, había quienes los hacían en la Patagonia, trabajando en un laboratorio, qué sé yo. Y me veía en figurillas porque no me animaba a mentir, y tampoco me animaba a decir lo que pensaba: que no había centros de investigación clandestinos.

Gerardo, átomo del éxodo de militantes a la clandestinidad.
Isidoro, átomo del éxodo de inmigrantes a la gran ciudad. Te instalás en Once, en el mismo edificio que ocupamos tus nietos sesenta años después. ¿Orean sus colchones en los zaguanes? ¿Comen pan koilech, plétzalej, béigalej? ¿Hablan idish, ese idioma dulce horneado en música? ¿O una mezcla de idish con una pizca de sabor local? Quién sabe. Un día cualquiera se mueren y entierran sus haches aspiradas y sus jotas tajantes bajo lápidas en hebreo que nunca vi.
-¿Es cierto, abuelito, que vas a vender telas en carreta? ¿Que llegás al Paraguay? ¿Que te metés por los bosques salvajes del sur, en Carmen de Patagones, para hacer trueque con los indios? ¿Qué te dan por esas telas de colores vivos y ondulantes? Dicen que ganás mucho dinero y en seguida lo perdés, que armás negocios y así de rápido los deshacés. ¿Te falta paciencia, o sobran estafadores?
La familia sufre tus altibajos en carne propia. Pasa del conventillo al caserón, cambia ropa de fiesta por overol. Papá y José, el mayor, salen a vender estampitas a las ferias hasta que una racha de suerte los devuelva al colegio privado: el Cangallo Schule. ¡A un general argentino le llegó ahí mismo su vocación militar! Y a papi la de no volver a hablar alemán después de la guerra. Con lo bien que recitaba a Goethe.
-¿Colegio alemán? ¿No van a escuelas judías?
-No, nena. Los abuelos dejaron sus tradiciones en los barcos. Rescatan apenas la costumbre de rasgarse la ropa cuando muere un ser querido, prender las velas en shabat, ayunar en Iom Kipur y cambiar ese día toda la vajilla. Lo demás pasa al olvido, como el samovar y el terrón de azúcar en la boca al tomar el té. Aquí toman mate y hasta comen jamón. El secreto de la asimilación es no mirar hacia atrás. Dar media vuelta es condenarse, como la mujer de Lot, al castigo divino. Peregrinos del porvenir, su meta es dar a luz sangre argentina. En América no cuenta la religión. Lo que importa es darles a los jóvenes una buena educación laica con dos pilares: justicia y libertad. A Dios se lo puede olvidar, pero no que fuimos esclavos en Egipto.
Con estos materiales se construye una nueva camada de profesionales. Los médicos, los arquitectos, los abogados, los intelectuales, conservan un leve recuerdo de su origen. Los nietos, un eco remoto y algunas fotos sepia de viejos barbudos, sombrero en hongo y capote negro, de viejas corpulentas con miradas perdidas, vestido largo y rodete.
Nosotros, los nietos, apenas entendemos qué es ser judío. ¿Una religión? ¿Una forma de vida? ¿Una raza? ¿Una identidad?
Ser judío es ante todo ser visto como tal. Pero entonces no lo sabíamos.
LE REPITIERON si tenía algún amigo judío, que les interesaba, que querían cualquier dato, si conocía a algún comerciante judío al que le tuviera bronca o a alguien que fuera de esa religión.
-CONADEP. Testimonio del Club Atlético

No sé si lo que escucho son balbuceos, una voz que me interroga en sánscrito, o una música compuesta para aturdir, marear, asquear. Un concierto atonal con letra descabellada, con ritmos espasmódicos y estridentes. La voz se acompaña de una extraña percusión que me cae, abrupta, sobre la piel. No son golpes sino toques de algo que ni pincha ni quema ni sacude ni hiere ni taladra pero quema taladra pincha hiere y sacude. Mata. Ese zumbido, esa zozobra, la precaria fracción de segundo que precede a la descarga, el odio a esa punta que al contacto con la piel se enloquece y vibra y duele y corta y clava y destroza cerebro dientes encías oídos pechos párpados ovarios uñas plantas de pie. La cabeza los oídos los dientes la vagina el cuero cabelludo los poros de la piel huelen a quemado.
Media vuelta: -A ver, una tocadita eléctrica en el culito- y se ríen.
-¿Te das cuenta que estás muerta desde que caíste aquí? ¡Cantá!
Mi nombre de guerra de los perros los amigos los montos mi hermano mis primos mis vecinos los nombres de todos de más de muchísimos más. Luz blanca, boca seca, temblor. Bramo con tendones con músculos con sangre palabras guturales consonantes y vocales que le bajen el volumen la próxima descarga el voltaje del miedo inventar más veloz quieren nombres el cerebro no responde.
-¡Soy un hijo de puta! ¡Me pagan para que sea un verdugo hijo de puta!
No les daré a estos caballeros el gusto de llorar. Para qué. Las lágrimas no abren candados, decía la abuela.

Una vez sentí llorar a una persona. Vino uno al que le decían KUNG FU, la sacó de la celda, la llevó a la sala de torturas y escuchamos los gritos de la persona mientras era torturada. Al traerla de nuevo a la celda escuchamos que le decía -¿no vas a llorar más? -no señor.
Las lágrimas no abren candados
-No llores.
-Si no lloro ¿me parezco a vos?
Quiero ser como vos, la protagonista de aventuras. Una mujer independiente, testaruda y vivaz. Y no quiero casarme si el matrimonio es esa especie de naufragio del que preferís no hablar.
Cuelgan hilachas de tu historia: guardo apenas una leyenda hilvanada entre tus relatos y mi memoria, entre tus fantasías y mis sueños.
Allá por el 1900, en Varsovia, la hija mayor de una enorme familia se ocupa de los negocios paternos. El viejo, cansado de tantos años de trabajo en la recolección de frutas, le delega responsabilidades.
Menuda, vivaracha, dos puestas de sol trenzadas enmarcando el rostro eslavo, Kaila sale a recorrer montes y estepas para controlar las siembras y conseguir clientes. Habituada a la intemperie, a travesías por la nieve, al lento vaivén de los barcos, trenes, carretas y caballos, vive ajena a los techos ciudadanos.
Un día, al volver de un largo viaje, descubre que en el aire tibio de su propia casa le han congelado el futuro. Debe casarse. Se niega. Trata de rebelarse: llora por tres días y tres noches, pero su padre no está dispuesto a cobijar a una hija solterona. La encierran en la piecita del fondo, para que recapacite. Como las lágrimas no abren candados, debe soportar la custodia de las paredes. Los candidatos, no tanto atraídos por la dote como por la belleza de esta mujer de ojos marinos con olas en la mirada, dunas en los pómulos y capullos en la boca, entran a diario a pedir su mano. No hacen más que acentuar su resentimiento. Son rechazados. A la empecinada señorita, casi treintañera, le hace gracia que un apuesto joven de dieciocho años golpee a su puerta. Lo rechaza, como a los otros, sin poder ocultar cierta sorpresa. A las pocas horas le llega un rumor: el muchachito amenaza con suicidarse si ella no le da su mano. Mi abuela no piensa darle el brazo a torcer a un chiquilín mal criado, pero su padre le advierte:
-No te quedarás en esta casa si no lo aceptás por esposo.
Anonadada, sin una sola voz de apoyo, cansada de tanta amenaza, de tanta puerta con llave, se resigna. Le da el sí al joven, el no a sí misma. A partir de entonces no deja de suspirar por el paraíso perdido de su libertad. El que viaja ahora es su marido, que decide cruzar el océano para explorar los tesoros escondidos en América.
Tienen su segunda hija cuando Mauricio parte rumbo a la Argentina. Una vez instalado en Buenos Aires, las puertas del exilio se abren para las tres. En lugar de paquetes, como antaño, Kaila carga con niñas que lloran, se pelean y le hacen intolerable una mudanza que ante todo ella detesta.
Paradójicamente, las únicas en disfrutar el Nuevo Mundo serán las mujeres. Mauricio muere al poco tiempo. Deja en manos de su esposa el luto, el negocio de telas, y cuatro bocas que alimentar. La peor herencia es el negocio. Machista acérrimo, le ocultó a Kaila los pormenores de la empresa y ella no sabe cómo manejarla. Desorientada, ignorante de las leyes y de la lengua, opta por vender. La estafan. Con lo que le queda instala una fiambrería que atiende con las hijas mayores. La menor puede estudiar. En cuanto las mayores se casan, baja la cortina metálica del almacén y se enclaustra en el fondo de su hogar, entre begonias y recuerdos. Queda libre, al fin, para convivir con su realidad: los treinta años en su Polonia natal.
La veo amasar su pasado en la estrecha cocina de madera que da al patio solitario. Ahí me recibe y me cuenta historias. La miro entre mordisco y mordisco del gefelte fish, entre sorbo y sorbo de la sopa de farfalaj. Siento el cosquilleo de su nostalgia en su lento balanceo al amasar, en sus párpados entornados, y en su voz que refunfuña:
-Si sabía no venía.

Esa condena
Por años y años te quejás de esa condena llamada vida matrimonial, pero disimulás tu mal humor con melodías, tonadas y canciones. Un ronroneo de letras mientras lavás, planchás, cocinás, una lírica a contrapelo de tu estilo conciso y meticuloso.
Qué importa saber quién soy / ni de dónde vengo ni pa' dónde voy se confunde con sola, fané y descangayada / la ví esta madrugada salir del cabaret, en un collage que se cierra con:
Besamé otra vez / piensa que tal vez / no nos veremos más ... si estás de buen humor. Si estás de malas, preferís Que el mundo fue y será una porquería / ya lo sé / en el 506 y en el 2000 también, y la cara te hierve de rabia cuando sentenciás Pero que el siglo veinte es un despliegue de malda' insolente / ya no hay quien lo niegue y el tono sigue in crescendo con Siglo XX, cambalache / problemático y febril / el que no llora no mama / y el que no afana es un gil. Dale nomás, dale que va / que allá en el horno nos vamo’ a encontrar.
Tango que por algo prohibieron los señores militares cuando tomaron la sartén por el mango / y el mango también.
Puede que cantar con voz rotunda y saltarina sea un modo de sacarle brillo a tu modesta rutina, que cumplís a regañadientes en tu jaula de oro. Papi te alivia con ocurrencias que saca de los bolsillos mientras se pasea ida y vuelta por el pasillo.
-¡Te dije que te amaba, no que ibas a viajar en primera!
Ya no te causan gracia. Ni siquiera viajaste en primera para llegar a la Argentina. Te salvaste del tráfico de blancas que conspiraba entre Varsovia y Buenos Aires, pero te diluiste en una vida poco novelesca. Un pasado en los prostíbulos alimenta mejor la imaginación que esa prudente serie de eventos a la que someramente aludís como “mi historia”. Empleada en un comercio de sombreros, enamorada en una fiesta de Año Nuevo, casada con un solo marido, madre de dos hijos. Tu vida es un irrelevante disco rayado, y para colmo, de 78 revoluciones: una antigüedad sin más valor que unas tenues capas de tiempo.
Por suerte hay gente que no se parece a su vida. Tu presencia es contundente, y en cuanto aparecés en escena uno duda de tu biografía. Ante todo, tu aspecto señorial no va con el delantal y los guantes de goma. Esbelta, rasgos finos, dedos delicados: un conjunto aristocrático. El desacuerdo entre personaje y atuendo se exacerba en cuanto tomás la palabra, tus opiniones levantan corrientes de aire. Sos a veces temeraria, a menudo impetuosa, siempre vehemente. Acostumbrada a hacerte oir, incluso a mandar. Además de ejercer un control riguroso sobre cada rincón del espacio familiar, tus neuronas se codean con exóticos personajes y anécdotas sabrosas que nos regalás a la hora de la leche: el circo al que ibas con el abuelo, donde representaban partes de Las mil y una noches en su versión rioplatense, con Scherezade vestida de china y cebando mate; la casa que mandó construir el tío David después de ganarse la lotería, con dos pisos exactamente iguales: uno para vivir y el otro de repuesto, cubierto con papel de diario para que no se arruine; las aventuras de Samuel, el muñeco maldito de orejas enormes y voz gangosa, dueño de coches destartalados que usa de camas en cinco o seis garages de la ciudad. En uno de ellos debés haber estacionado la fantasía en julio de 1977.
HIJAS DE PUTA, vienen a provocarnos aquí, bajo nuestras narices, y las dejamos. Todas son comunistas, madres de subversivos, y se atreven a venir a reclamar. Si me dejaran, limpiaría bien rápido la plaza con ráfagas de ametralladora. No volverían. -Un militar

Ahora te toca viajar sola a una plaza con canteros de flores y un monumento en el centro. Todos los jueves te acercás, entre tímida y desafiante, a caminar en círculo del brazo de otra mujer con el mismo pañal en la cabeza, la misma ausencia en una foto que las hace girar y girar. Caminar y caminar y al caminar encontrar tantas cosas.

Para mí la Plaza representa el encuentro con nuestros hijos. Entrar en la ronda es como algo sagrado, como una ceremonia que cada familiar vive a su modo. Hay un momento en que uno necesita estar callado y no escucha al que está al lado: es el momento de rememorar. Por otro lado, cada jueves te reencontrás con alguien que no habías visto, y en el abrazo que le das se transmite el recuerdo. Y además, se da el encuentro entre las madres. Ese río de emociones no es igual al de la vida cotidiana. La Plaza, sobre todo, es el lugar de denuncia más fuerte que hay: le molesta a la iglesia, le molesta a los políticos, le molesta a alguna gente que pasa por ahí y dice -todavía acá estas viejas.

Junto a estas mismas viejas, las mismas botas de los guardias.
-¡Circulen, circulen!- y ustedes obedecen a su manera y circulan, hacen su círculo de madres e hijos, tomados de la mano.

Siempre volvíamos, aunque la policía nos perseguía. Nos hacían un vallado y no nos permitían pasar. Al final todas queríamos ir a la comisaría, porque hacíamos escándalo. Nos parábamos enfrente cuando entraban dos, cinco, o veinte madres, y nos quedábamos hasta la madrugada haciendo turnos. Las madres presas se quedaban, en general, un par de días, después las soltaban. Una vez, cuando llegamos a la Plaza, vimos que estaba toda la caballería. Pasé entre dos caballos encabritados, porque los manejan para que se enerven, a propósito. Yo tenía mucho miedo. Otra vez nos corrieron e intentamos refugiarnos en la Catedral. Cuando los curas vieron eso, nos cerraron las puertas.
-¿Ustedes no tienen madre? les gritábamos. Hebe siempre recuerda cómo nos vinieron a sacar de la Plaza con ametralladoras cargadas para la guerra, y cómo llegaron a pegar el grito de -¡APUNTEN!- y nosotras les respondimos -¡FUEGO!-.


-¡Fuego!
-¡No estoy muerto! ¡No estoy muerto! -Federico García Lorca antes de su fusilamiento


-¡Me van a matar! ¡Baaastaaa! ¡Me están matando!
-¿Gerardo? Es él. Es la voz de Gerardo. Esa certeza me paraliza, me da vértigo, pero no tengo tiempo para no reaccionar.
-¡No sé nada! ¡Paren!
Su gemido me parte en dos, en miles de pedazos que no puedo contar. Es él, estará en otro cuarto, o será una grabación para hacerme hablar. Siguen los pinchazos, el voltaje parece más alto que nunca, me muerdo la lengua para no estallar.
-Mirá, che, la misma cicatriz. ¡Ni que fuera etiqueta de fábrica!-. La marca de una vacuna infectada en la espalda: la llevamos como un trofeo, porque nos identifica. Te tienen. Sí, estás acá.
-¡Baaasstaaa! ¡Me están matando!
¡Te están matando! ¡No, no me claves ese grito! ¡Que no te maten! Mi voz se quiebra en el cruce fugaz con la tuya. Al final hay silencio. Ya no te escucho. Ya no me siento.
DURANTE EL interrogatorio pude escuchar los gritos de mi hermano Gerardo, cuya voz pude distinguir perfectamente. Además, los torturadores se refirieron a una cicatriz que ambos -mi hermano y yo- tenemos en la espalda, lo que ratificó su presencia en ese lugar. -Nunca más. Testimonio de Nora Strejilevich

Que confiese. Ahora menos que nunca. Y además ¿confesar qué?
-Si no cantás sos boleta. Si no cantás te morís.
La frase resuena a secas, y se sostiene en el tufo de los alientos. De esa idea clara y distinta pende el hilo que es mi vida. La muerte como formulario. Boleta: un modesto papel con membrete que ni siquiera llegará a los diarios. Apenas pasará por las manos de los jefes que la juegan de cráneos.
ESTABAN LOS cráneos que tomaban decisiones y no convivían con los detenidos. Tomar contacto con la realidad de darle la libertad o la muerte a una persona es una cosa muy cruel ... nadie quería tomar contacto con el detenido. -Crónica, 4 de mayo de 1995, Entrevista al Turco Julián

Tomar contacto con la realidad a través del diario es como consultar el horóscopo: los presagios dan para todo. Mamá lee en voz alta: -Funcionarios acreditados aseguran, tras un estudio exhaustivo del tema desaparecidos, que se dará una respuesta filosófica. Papá escucha con la bombilla del mate en la boca por hacer algo con la lengua, que se le descontrola.
-¿No ofrecen más detalles?
-No, tené paciencia.

-¡Tengan paciencia!- nos decían. -No podemos dar una solución inmediata. Pronto se les dará una respuesta. Vuelvan mañana.
La consigna que han cumplido al pie de la letra era: buen trato, amabilidad, no ilusionar con cosas concretas, dar la sensación de que se busca, de que se ocupan, mantener a la gente a la expectativa. Yo empecé a ver que nada de lo que hacía a nivel individual daba resultado, y entonces me incorporé a las Madres. Ya no se trataba de buscar al propio hijo, sino a todos. Con ellas se socializa la maternidad.

¿Qué panfletos?
-¿Por qué todos estos libros socialistas? ¿Qué panfletos editabas en tu casa? ¿Con quién vivías en el Tigre? ¡Hablá!
¿Hablar de Roberto y sus locuras? ¿de sus compras de aparatos inservibles en remates? ¿de sus repentinos empeños de muebles para pagar deudas aún más sorpresivas? ¿de sus inventos para vender en ignotos países africanos? Como broche final: la imprenta propia. No hay forma de hacer parar a ese monstruo una vez que arranca: una máquina salvaje, maldita la hora en que la trajiste a nuestro nuevo departamento. Imprime papeles en serie mientras vomita una tinta verde que nos salpica y nos hace reír a carcajadas. Sus desplantes, esos manchones impredecibles, echan a perder un esfuerzo de horas. Horas de redactar, editar, imprimir y armar una inefable Revista de filosofía que distribuimos y hasta compramos si escasean los clientes.
La palabra cliente no es azarosa. No lectores sino clientes. Roberto implanta su tono comercial, un juego que parte de una orilla, la ironía, y lentamente bracea hasta la otra, el buen negocio, con los más diversos estilos engarzados. Nadás entre el humor y el comercio minorista, pero te hundís a la hora de la verdad.

Buenos Aires, 21 de octubre de 1974

Estimada Nora:
Siento comunicarle que nuestra empresa reclama, en calidad de pago por el importe de su entrada al cine en la víspera, los siguientes servicios:

Citas de Hegel y Marx .......................3
Caricias en el pelo............................ 9
Sonrisas........................................16
Besos.............................................3
Total............................................31

Le solicitamos tenga a bien abonar a la brevedad.


Firma un desconocido gerente de ventas que deja su dirección. Respondo imitando el tono, y estampo como al pasar mi número de teléfono. Por un año representamos el papel de novios: vos marcás mi número, yo espero tu llamado del Tigre, del centro, de los puntos cardinales por los que transitás: el trabajo en el diario, la casa de tus padres, la universidad, los cafés, y un quinto punto en constante movimiento browniano. Para no perdernos a fuerza de desencuentros, optamos por vivir bajo el mismo techo. Así nace nuestro enjambre de sueños, encuentros y separaciones, comunicación y corto circuito eternos.
Nuestro departamento se moldea con nosotros y nos volvemos pareja: las paredes verde loro de los primeros días se blanquean y vemos nacer cuartos; de las cajas de madera brotan patas y tenemos sillas; caminos metálicos cortan montañas de libros y nace la biblioteca; el colchón se vuelve cama; llegan la heladera y el hábito de comer en casa, los sillones y la costumbre de recostarse a leer el diario. Mis cuadros y tus mapas, nuestras ocurrencias y manías, la vida cotidiana. Cuando nuestros pulsos diurnos están por confundirse, los nocturnos empiezan a sufrir de disritmia. Nuestros latidos aceleran a distintas velocidades a partir de las distantes caricias. La noche nos separa y nos desnuda en seres divididos que el día cose con puntadas invisibles.
Hasta que las noches se alargan, como en invierno, y pintan de negro las paredes. Nuestra cómoda felicidad se vuela por la ventana en plácidas cuotas mensuales. Vendés el tocadiscos y se va la música que acompasaba nuestros silencios; se van también la mesa, el velador, las cortinas, el espejo. La casa es una extraña, como nosotros, el día que empacamos, resumiendo en dos valijas el contenido de nuestro precario romance.
Nos separamos sin esa pila de papeles que se acumula tras el divorcio. El portero puede entonces desquitarse. Harto de mascullar señor y señora cuando él sabe bien, no sé cómo, que no estamos casados, deja caer, temerario, la palabra señorita cuando abandono el edificio. La subraya y me mira. La moral le irriga las mejillas. La boca se le enciende como un pimpollo.
` -Adiós, señorita.
Las buenas costumbres me condenan desde las alturas del hombre de bien. Hombre que se apresura a cumplir con su deber de ciudadano: avisarle a las Fuerzas de Seguridad que dos jóvenes sospechosos acaban de retirarse de su domicilio, donde han abandonado una imprenta seguramente utilizada con fines subversivos. Allanan el departamento.
¿Cómo pudimos mudarnos a un barrio plagado de gente del ejército? ¿Cómo pudimos no oler las sospechas que emanaban de las ventanas? En la Argentina del 76 todo joven era culpable hasta que demostrase lo contrario. Olvidamos la premisa, y perdimos.
Después de un tiempo prudencial Roberto rescata lo que queda. Desde el puente ve el paisaje de siempre: chicos jugando en el césped bajo la sombra de tilos amarillos. Sube al cuarto piso. Puertas atrancadas, luces encendidas, muebles dados vuelta, saqueo total. Pisos levantados, montañas de libros, cuadros y mapas descuartizados, sillas quebradas. Los discos de los Beatles son astillas negras clavadas en una partitura feroz.

Le tiraron todos los discos en el piso y caminaron encima. El antecedente que tenían contra ese muchacho era que había sido becado en algún pais "peligroso". No se retiraron sin antes quebrar la puerta.

Un ser humano también se quiebra. No como un vaso, pero casi. Las astillas de vidrio o de cristal se tiran, las de humanidad se reciclan en hombres y mujeres de flamante identidad. En este submundo de los desaparecidos a veces pasa. El resucitado tiene las mismas huellas digitales, pero le han colocado un motor cero kilómetro que anda a toda velocidad y arrasa con todo. No se sabe cómo ni cuándo alguien puede sufrir una ruptura tal. La misión del tratamiento aplicado en los centros de rediseño humano es producir quebrados, por eso a todo prisionero le obsesiona: ¿hasta cuándo podré aguantar? ¿valdrá la pena callar si otros cantan? Salirse de sí, sin embargo, no es tan fácil. Por eso mi consigna es: quedarme conmigo, siempre conmigo. No dejarme sola ni por casualidad. Andar pegadita a mi sombra, aunque no la vea. Lo logro gracias a una técnica que mata la memoria. La memoria debe coagularse y vivir su vida aparte, lejos de aquí, entre sus propios personajes y paisajes.

No acordarse de nada
No me acuerdo de los números de celda, del número de preso que tenía en la cárcel, de cómo era la celda. De la única cosa que me acuerdo es de una ventana, pero no si las camas eran de metal o de madera. Me acuerdo del inodoro de Sierra Chica y de la bóveda que era esa prisión. De la burra -un armario donde se guardaban las cosas, y de no mucho más. No me acuerdo del uniforme, salvo que era gris y azul, pero sí de una araña, y del verso que decía: “la soledad cayendo desde el techo como una inmensa araña”. No me acuerdo de mucho más.

No acordarse de nada es la consigna. No me acuerdo ni de caras ni de asambleas, ni del humo ni del entusiasmo, ni de las consignas ni de los aplausos, ni de los amigos ni de los amantes ni de los vecinos.

Era tal la necesidad y la urgencia de olvidar situaciones, de olvidar compañeros, de olvidar rostros, que realmente los olvidé. Para nada ¿no? Porque finalmente, después de medio año de reclusión, vino un milico y me dijo que iba a quedar libre al día siguiente. Ahí es donde aprendí a odiar esa omnipotencia, porque la aprendí en carne propia. El último día de prisión me enteré de qué estaba acusado. La acusación era ser montonero, aseguraban que me habían secuestrado material subversivo de abajo de un colchón. Le dije que tenía que ser más que pelotudo para guardar material tan comprometedor debajo de un colchón, teniendo tal cantidad de cerros donde esconder algo así. El tipo se quedó pensando como tres minutos y me dijo: -Sí, tenés razón, mañana quedás libre. Anotó mi nombre y se retiró.

Nombres, nom-bres, nommmmmbresss, n-o-m-b-r-e-s. Que cómo se llaman mis compañeros de la universidad, los amigos de mi hermano, la esposa de mi primo, los que viajan a Israel conmigo, es decir, sin mí. Nombres: sutano y mengano. Marco y Aurelio. Ya no sé qué inventar para salir del paso sin contradecirme. Por suerte tengo muy mala memoria y no me acuerdo de casi nadie. No me acuerdo, por ejemplo, de Patricia, alela, negrita, mi doble.

Sí, mi doble
Durante años nos pisamos los talones sin darnos cuenta. Cuando entrabas al teatro de sombras, yo salía, cuando empezaba a estudiar música, vos terminabas. Eras amiga de Gerardo, conocía a tu compañero, pero no nos cruzamos. Teníamos la misma edad y la misma estatura, un aire de familia, y ciertas líneas invisibles al andar que por fin se juntaron.
Sala de espera, dos sillas enfrentadas. Toman entrevistas para un viaje, esa sigilosa vía de escape del cuartel que es nuestro país en el 77. Los militares no se interesan por nosotras pero la atmósfera es irrespirable, los rumores hieden a muerte. Que cerca de casa se llevaron a una familia, que al bebé también, que a plena luz del día volvieron por el televisor y los muebles. Que vi un operativo, que tenían cortada la calle, que se oían gritos. Que al dueño de mi departamento lo vinieron a buscar.
Buenos Aires, 16 de julio de 1977. Día de nuestra partida del aeropuerto de Ezeiza. Buscás por todas partes: en el mostrador de Aerolíneas, en el portón de salida, en los negocios, en los baños, en los pasillos, en los teléfonos, en el hall central. Me hacés llamar por altoparlantes. Nada. Qué impuntualidad rayana en la locura, vociferás con más miedo que rabia. Cuando el avión despega se parte todo en dos. No llego, te vas. Ustedes vuelan, yo me hundo; ustedes aire, yo encierro; ustedes alas, yo miedo. El avión carga mis sueños en tu valija y así me burlo de la lógica simplista de los fusiles.
Me voy con vos aunque falte a nuestra cita. Es que, te confieso, no tengo tiempo de recordarla. Pero en el país del no me acuerdo te pienso en secreto, no sabés cuánto. Con decirte que al aterrizar en Israel ya sos mi doble. Sí, mi doble. Tu misión es casi imposible: hacerte cargo de mis sueños sin dejar los tuyos. La idea nace cuando me dejan sola por días que son noches y noches que siguen siendo noches. En esa infinitud se recorta un teatro de sombras y recién me doy cuenta que te conozco de antes. La oscuridad me ayuda a distinguir tu infancia con nitidez: fabricando siluetas en otro subsuelo, el ceño fruncido, impaciente porque tus personajes se resisten a saltar a la vida. Estás ansiosa por despertarlos, hasta que por fin en Buenos Aires renace la ciudad de Ur y aparece Gilgamesh con su lamento. El primer lamento de un hombre ante la muerte de otro, su amigo Enkidú -la rabia por esa pérdida resuena desde la Mesopotamia. Un soplo vital de cuatro mil años anima a tus máscaras de cartulina negra. Asomada a castillos y colinas, sonreís en partituras que se mueven al son de tu clave imaginaria: el pasado se reformula en una dimensión donde todo puede resucitar y modificarse.
Vamos, ayudame a combatir la muerte, hermana. Es hora de poner en práctica lo aprendido, no en el proscenio sino en el tinglado. El teatro será nuestra coartada. Soy la sombra, sos la mano. Y como a mi doble nada de lo mío le es ajeno, adivinarás mis sueños de sombra. Podré así salir de mi caverna y ver el sol, allá, en Jerusalén.

Mariposas nocturnas
Tienen mi libro Oh Jerusalén. Me leen párrafos. No tanto para mostrar que saben leer, sino para sondear mis relaciones con los terroristas del Irgún.
-¡Pero el Irgún se acabó en 1948!
Eso los calma -y los calmaría aun más saber que el Irgún no era un grupo de izquierda- pero surgen nuevas inquietudes:
-¿Qué hacía Marx en tu biblioteca? ¿Qué más leías? ¡Hablá!
LA CAMPAÑA contra los libros la hizo el ejército mismo. Recorrían librerías céntricas y expurgaban las mesas y anaqueles. Recuerdo uno de esos episodios que fue presenciado por centenares de personas, pocos días después del golpe de Videla. Había un gran local de librería, un salón con mesas donde se apilaban libros nuevos y usados. Allí paró un camión militar y comenzó el ritual macabro... Los libros al caer hacían un ruido sordo. La gente guardaba silencio. Como los niños secuestrados, los libros no tenían voz para defenderse... La "limpieza" de libros fue una acción de las que llaman de "inteligencia". Un ejército que quema libros jamás puede ganar la guerra. -Osvaldo Bayer

Me encanta abrir y cerrar esos libros enormes, de tapas duras y rojas. Abro: un lobo se asoma entre las sábanas disfrazado de abuela octogenaria. Cierro: la hormiguita viajera se aleja pisando el polvo con zapatos de madera. Los libros son mis salas de teatro: soy directora, espectadora y hasta actriz cuando se me da la gana.
Un día, en puntas de pie, alcanzo el estante de los mayores. Saco unos tomos gordos, llenos de letras y más letras. Azabache es mi favorito. En el otoño, cuando me enfermo, me lo llevo a la cama para que me saque de la fiebre al galope. Un caballo negro y salvaje que recuerda la incomparable pradera de su primer hogar.
Mi trato con los libros es secreto. Nadie se entera de las lágrimas que vierto sobre David Copperfield, ni de mis aventuras con Tom Sawyer. En la lectura nacen y mueren mundos que sólo yo conozco.
Cuando nos mudamos al centro me refugio otra vez en el susurro acogedor de los libros. La ciudad me disgusta.
-¿Por qué un departamento?- le pregunto con intensidad a cualquiera que me escuche. La calle Corrientes me aturde, me arruina el humor, me empuja hacia mi caverna mágica: la biblioteca. Ahí puedo crear mi propio espacio, elegir mis compañeros: Los tres Mosqueteros, Martín Fierro, Mujercitas. Mis amigos son las mayúsculas y las minúsculas que juegan bajo la mortecina luz de la lamparita.
Ya soy adolescente y me urge aprender. Los libros me salen al encuentro sin esperar que los elija. Quiero devorar la cultura. Tomo notas de párrafos, subrayo, leo y releo para fabricar un universo de conceptos demasiado vasto para mi cerebro. Quiero tragarlo todo sin darme tiempo de digerir nada. Ahora soy estudiante universitaria y tengo una manía: leer ante todo los libros que nuestros profesores no recomiendan. Recuerdo algunas frases, ciertas ideas quizás. El resto pertenece al olvido. Sólo los libros permanecen. Infinitos mundos guardados en infinitos signos. Un día no encontré el que buscaba y me puse a escribirlo. Desde entonces sigo jugando a esconderme y encontrarme entre mis párrafos. Colecciono pensamientos, imágenes, mariposas nocturnas.
Dicen que las mariposas nocturnas se mueren con la luz. Pero son tantas que uno no lo nota, porque aparece otra y otra aleteando junto al farol. No se dan por vencidas.

K-48
Me doy por vencida. Debo deponer mi nombre como un arma.
-Te llamás K-48. Si te olvidás la sigla, olvidate de salir de acá. K-48: nombre y apellido. Hay que acordarse del código del encierro.

Te tenías que acordar el número de los candados que te ataban los grillos a los tobillos y te los sacaban nada más para torturarte o cuando te llevaban a bañarte. Ese candado era compartido con los destabicados. La prueba de que eran presos era el candado. Uno eso lo ve en las películas ¿no? pero resulta que te podían poner grillos y vos caminar con grillos y candados... Los candados que nos ponían y nos sacaban no eran los únicos. También les decían candados a los guardias. Tenías un candado en la puerta de la celda, tenías un candado en los pies y tenías un candado afuera que te cuidaba. Y te llamaba por el número de candado. Jamás lo voy a olvidar.

Si me olvido me condeno, si no me olvido me condenan. Liquidada, de cualquier manera. No más aire libre, no más amigos, no más diarios ni besos ni luna ni trenes, no más.

Por la ventanilla del tren pasan a toda velocidad lagos, bosques de pinos, un volcán. Futalaufquen, Huechulaufquen, Lanin. Miel en las palabras, leche caliente con café en el tren que serpentea el sur, chocolate en la hostería donde los acampantes de la secundaria nos tiramos a dormir en cualquier parte. Deliciosa bebida caliente en la noche fría de San Martín de los Andes, tibio refugio con canciones, travesuras y ansiedad por descubrir qué se verá por la ventana cuando llegue el día.
Me despierta un sol excesivo para mis pupilas habituadas al smog. Los colores me marean, es demasiado fuerte el resplandor de la nieve en la cordillera. La intensidad de la luz me arrastra y salgo a caminar. Soy pasajera de un tren de cristal cuya terminal es un oasis, un espejo inmenso que atraviesan las montañas para llegar al centro de la tierra. No hay un alma. Sólo yo frente al panorama insólito del paraíso. Corro hasta el lago y me miro en el espejo. Las cumbres invertidas se parten en mil pedazos en cuanto el agua me acaricia los labios. Miro fijo cada detalle: el borde liso del canto rodado, el rocío, el vaivén de una balsa junto al muelle. Me zambullo en una paz inédita que me envuelve con brazos terrenales. Veo las escamas del lago entre mis dedos y me detengo en un universo sin horas. Ilimitado. Sello entonces un pacto con la Nora de cualquier época: recordar. Me escondo las imágenes en un bolsillo de la memoria para sacarlas cuando sea necesario. Hoy las proyecto en párpados entornados para que se acurruque el frío.
Hace frío
Hace frío. Mucho frío. El frío viene de las paredes, se arrastra por el elástico del catre, sube por el colchón, trepa por la espalda y se clava en la nuca. Juega con la columna vértebra por vértebra, ida y vuelta, de arriba abajo, de abajo arriba, sin tregua. Frío de muerte haciendo muecas. Por la invisible reja de la celda entra un rayo de luz que corta el aire de un tajo. Choca contra la piel y veo un sudor viscoso. Trato de tocarlo, no sé cómo. Las manos se acercan y caen como peso muerto. Quiero mirarlo. La cabeza se levanta y se desploma. Quiero salir de esta red de heridas y moretones. Los pies esposados ya no luchan. El dolor gime de piernas a cabeza como tediosa obsesión que repite: estás presa, desaparecida, parecida, depe-sapa-repe-sipi-dapa. Me tapo los oídos. Trato de dormir, acurrucada, para olvidar que soy esta cosa inerte que palpita. Hay que recordar el número k-48, ka cuarenta y ocho, ka...

49, 50, 51...
Cuarenta y nueve, cincuenta, cincuenta y un listones tiene el cerco que me separa del mundo. Estoy confinada en el suburbio de las gasas y los antibióticos, la cara enferma de la vida: el hospital. Santa Rosa, La Pampa, verano como instructora. Fuera de toda lógica en pleno enero hay temporales. Repiquetea la lluvia entre las pacientes baldosas de los patios, que aceptan la erosión de las gotas. Baldosas carcomidas por la resolana de noviembre y diciembre, sometidas a los castigos del cambio draconiano de las estaciones. Nuestros días transcurren a la sombra de nuestros planes: actividades al aire libre, para cuando escampe.
Hay un solo bar en las inmediaciones, que hace gala de un globo giratorio de luces en la pista de baile. Rayos de colores abren infinitos abanicos que estallan contra las siluetas de los bailarines. Por eso uno tarda en notar que el dueño pone, o tiene, un solo disco. Noche tras noche, hora tras hora, la misma voz de barítono, melosa, estridente:
Es preferible reír que llorar / y así la vida se debe tomar...
Le hacemos caso a la melodía y vamos a tomar un trago después de cenar. Caminamos por veredas y calles desiertas, monótonas, perdidas en la memoria del Virreinato, cuyo destino final son los camastros estrictos del viejo caserón donde nos alojamos.
Hoy no paró de llover desde el amanecer. Sólo se siente el murmullo de la garúa infinita sobre el empedrado y las tejas. De repente el cielo se enfurece y corta el transcurso del tiempo. Una epilepsia cósmica de rugidos prepara el escenario con redobles intermitentes. Un rayo decisivo le arranca a las nubes torrentes de agua. Cortinas volátiles, velos acuáticos impulsados por un viento que sacude los árboles de su modorra.
A la hora despótica de la sobrevivencia mis compañeros se protegen, casi a cuatro patas, bajo las galerías coloniales. Una fatiga inmemorial me atornilla al centro de la plaza y no puedo seguirlos. Me sostienen columnas de agua. Manos transparentes me atacan por la espalda; suben, abundantes, por el tórax. Soy puro líquido, no respiro.
Los sueros me devuelven a una sala que no coincide con la penumbra del dormitorio estudiantil. Estilo monástico, ventanas altas, marcos de roble, cabeceras de metal. Se me acerca una enfermera para aclararme el panorama: internada con neumonía. Me distraigo contando los listones que me separan del mundo.
Es el Día del Juicio Final. Frente al púlpito, una balanza me sostiene el corazón. Los jueces lo pesan para evaluar mi conducta en la Tierra.
-Pesa mucho, como un corazón de plomo- comentan que endureció a fuerza de golpes. Tras mi exitoso proceso de maduración, puedo ahora pasar al Mundo de las Ideas.
-¡No quiero otro mundo, quiero el mío! ¡Quiero un corazón liviano! ¡Déjenme volver con los demás, allá abajo!
Siguen calculando el peso de mis ventrículos. Están por dar el veredicto cuando salto por encima de los alambrados y me largo a toda carrera por las calles de Buenos Aires, Santa Rosa, El Tigre, La Boca, laberintos subterráneos, desvíos inquietantes clavados en la nuca. Una mirada fija me persigue: es la enfermera, el gordo de la barriga blanda, un cirujano. Manos de hierro, dedos que se acercan, ya me tocan, se apoyan en la espalda, me rodean la garganta, no puedo gritar me aprietan el pecho no puedo respirar no me queda saliva pero resisto hasta que la sed y la angustia me despiertan. Pido agua.
Los presos piden agua cigarrillos baño ayuda. Paciencia. Hay horarios para todo. Hasta la puerta de la celda tiene ritmo propio. Se abre tres veces por día. Una para ir al baño y dos para dejar entrar un brebaje al que llaman sopa. Pongo el plato sobre la colchoneta y trato de embocar la cuchara en el líquido. Me quemo. Soplo. Una y dos y tres a ver cómo se come la sopa esta nena que no quiere comer. Quiero, pero me la sacan. Es hora de retirarla. La sopa no me sirve de alimento sino de reloj. Marca mis noches y madrugadas hasta que pierdo la cuenta y me interno en un calendario propio, con hojas mezcladas. Hojas como infinitos pares de ojos.

La muerte es puro ojos
-Una mujer sin manos, sin pies, sin cabeza. La muerte es puro ojos, decía mi abuela. -Si llega antes de tiempo nos deja un par, y se esfuma antes que la veamos. ¡No le vayas a tener miedo! ¡Esos ojos ven maravillas que jamás en la vida imaginaste! Recién cuando llega la hora justa, ni antes ni después, ella vuelve y uno la acompaña en silencio.
Año tras año les encargo a los Reyes Magos un par de ojos exóticos, pero no me hacen caso.
-Ese no es asunto de Reyes, tené paciencia que ya te van a tocar.
Hasta que un día me despierto eufórica:
-¡Son negros, abuelita, y tan grandes que me ocupan toda la cabeza! ¡Veo mil cosas al mismo tiempo!
Con las pupilas de fantasía me dedico a espiar las caras ocultas de la gente. Empiezo por las mujeres que conozco y armo con ellas un castillo de naipes: mi ideal de mujer. Ante todo suprimo el papel de ama de casa de mi madre. Nada de criar hijos, fregar, sentirse un trapo de piso. Me quedo con su beso de las buenas noches y su tan mentado sexto sentido.
El “hubiste”, verbo de la abuela que corrige lo que uno hizo con lo que pudo haber hecho, lo descarto. Me guardo su espíritu aventurero y sus frondosos cuentos.
La coquetería de mis amigas no me convence, la tacho. Subrayo la risa.
El aburrimiento de las maestras se prohíbe. En mi lista sólo se aceptan la pasión por saber y la alegría.
Son expulsadas, a duras penas, las estrellas de televisión.
A las heroínas de las novelas les doy cabida con todas sus virtudes, menos la sed de poder y de riquezas.
Trato de sostener mi vida con los pilares de este castillo de mentiras. Tropiezo con mis debilidades, que no figuraban en la lista. Llena de odio contra mí misma lo demuelo y siento un alivio. Ciertos mitos dejan de pesarme.

Los pies esposados dejan de pesarte, la mente se ocupa de otras urgencias. Tus límites son concretos: las paredes, la humedad, el frío, el hambre, el dolor. Lo más abstracto: tu vida en moratoria. Lo más urgente: cómo aguantar lo que sigue. Lo más presente: la bronca. Lo más práctico: hacer flexiones si hace frío y respirar hondo si todavía estás. Respiro hondo: sigo acá.

Ahí uno no podía hablar, uno no podía mirar, uno no podía caminar. Las celdas tenían una mirilla del lado de afuera. Ellos venían de golpe y abrían, y si uno estaba -incluso en la oscuridad- con la venda sacada, o caminando, o haciendo gimnasia, o teniendo cualquier expresión de que uno era un ser humano y trataba de establecer una mínima resistencia, era castigada.

La puerta de la celda se abre en cualquier momento:
-¡Subite el tabique, perra! ¡la vas a pagar!
La pago si quiero mirar, la pago si hablo, la pago si no quiero hablar. El guardia lo cobra todo, y no da cambio.
Eran ELLOS
En una guardia suele ocurrir que se abre la puerta bruscamente porque alguien trae un herido. Uno golpea y entra gritando: -¡A ver a ver! ¡corransé, ché, abran!- y otro avisa -¡llegó sangrando!-, y se va creando un clima agitado. Aparte, la camilla golpea contra una cosa, hay pisadas, tropezones. Un ruido invade la escena, se conmueve la cosa. Pero éstos no venían de a dos, en general venían treinta, y no respetaban las pautas de ingreso a una guardia: entraban con armas largas, con ametralladoras, con revólveres. Ponían a los tipos en las camillas con poca prolijidad, digamos. No era el padre, o el hijo, o el hermano, que trae a su papá o a su mamá y trata de acomodarlo para que no le cuelgue la pierna o para que la cabeza le quede en su lugar. Lo traían como si fuera una bolsa de papas, chorreando sangre por el piso. Por las órdenes que daban, por lo que decían, por el ruido de los walkie talkie de un auto que recibía mensajes, por las radios que se escuchaban desde afuera, por el sonido que salía del teléfono que tenía alguno de ellos en la mano, por las explicaciones que daban, uno sabía quienes eran. -Esta es gente que cayó en un enfrentamiento que hubo- decían, y no se iban. Y nadie se animaba a contestarle -váyanse de acá-. A lo sumo -corrasé- y ellos -sí, sí, sí- pero se quedaban ahí, al lado de los heridos. Después se iba de a poco serenando la cuestión, iban saliendo algunos, otros volvían, por ahí una enfermera arriesgaba un -¡a ver, corra eso de acá, por favor!- para que sacara un FAL o una ametralladora que andaba tirada. Se establecía una especie de onda familiar porque ya, después de quince minutos que estaban ahí, revoloteando, eran como de la casa, y entonces se escuchaba -¡bueno, negro, ché, salí de ahí porque no puedo!. Y todos nos íbamos serenando: se desvestía al detenido, se le ponía una sábana, un suero, se pedía sangre, venía la sangre. -Ahora hay que llevarlo a rayos, otro tiene que ir al quirófano- y mandaban a uno que te seguía con la ametralladora hasta rayos y otro hasta el quirófano.
La cosa es que la autoridad de la guardia no es el policía, y ahí quedaba claro que la autoridad era la que traía a los tipos, la que imponía no escribir historia clínica. Si uno de los nuestros, como no dándose cuenta de lo que pasaba, la agarraba y decía -¡A ver, su nombre!- en seguida intervenía uno de ellos: -¡No, no, no!¡saque eso de acá!¡No tome nota!. Nadie preguntaba por qué, ni usted quién es. Quedaba tácito. Eran ELLOS.
EL ANONIMATO de Scifo Módica duró hasta mayo último. El 15 de ese mes, la Policía Federal inauguró un Centro de Atención a la Víctima de Violencia Sexual, dependiente del Centro de Orientación a la Víctima, del que Scifo Módica es director. Su foto apareció en un diario y la cara resultó conocida para algunos ex detenidos-desaparecidos. Era "Alacrán", del Club Atlético. Página 12, 16 de julio de 1996

La picana eléctrica abre y la guardia, con todo cuidado, cierra para que ellos vuelvan a abrir.

Abrieron la puerta de nuestro taller de artesanía, donde había cosas para trabajar: pulidores, herramientas, entre ellas un torno de dentista que usábamos para pulir anillos. -¡Uy!¡qué linda picana!- escuché.
Gracias a la picana termino en la enfermería.
HABIA SERVICIO médico pero era sólo para casos de gente que había sido torturada demasiado y que corría peligro de muerte y a quien querían seguir torturando. Eran llevados a enfermería, atendidos bien, se les suministraba suero y luego volvían a ser torturados. La enfermería era atendida por otro preso. -CONADEP

El preso o enfermero o médico que me atiende se acerca. Lo sé porque las pisadas resuenan con ganas. La pieza debe ser grande.
Está junto a la calle, por el ruido de autos. Entra un poco de luz, que detectan los párpados cerrados mientras una voz parsimoniosa acompaña al algodón que se revuelca entre las llagas. Una voz tersa, serena, como la de cualquier enfermero en hospital de provincia. Le respondo sin que me pregunte: que no sé nada, que no tengo nada que ver, que no sé...

No sé nada
Sólo sé que nada sé. ¿Qué sé yo? Soy una entelequia, una abstracción. No leo los diarios y la tele es un asco. Leo novelas y escucho a los Beatles; deben gustarme porque no entiendo lo que dicen. Pero no hace falta leer los diarios para captar el abece de nuestro orden social: mi tobogán de los primeros años da a un barrio que parece un collage de chapas entre eucaliptus y basura; a los dieciséis soy maestra y debo enseñarle a chicos descalzos a decir shoe, shú. Nuestros mendigos son bien educados, aprenden inglés.

-Soy maestra, le dije yo.
-Sí, claro, para concientizar gente, interrumpió él.
-No sea estúpido, le contesto. ¿No ve que soy maestra jardinera?

En la Argentina hay que ser estúpido para mirar sin ver, no hay que hacer mucho esfuerzo para chocarse con el mundo al revés. A los diecisiete ingreso a la universidad. Como dicen que sé escuchar a la gente y tengo una tía esquizofrénica, me anoto en Sicología: el llamado antro rojo, el paraíso de los infiltrados, el seno de las ideologías foráneas.
NO NOS ENFRENTAMOS a un oponente que batalla para defender una bandera, una nación o sus fronteras. Quien nos ataca no tiene nada de eso. Es, sencillamente, un ejército de ideólogos, cuyo cuartel puede estar en Europa, América o Asia. -General Acdel Vilas

Durante el día los estudiantes actúan a la manera estudiantil: van y vienen por los pasillos, asisten a clase, contestan preguntas, toman notas, van a la biblioteca. Los profesores actúan a la manera profesoral: llegan tarde, olvidan sus apuntes, improvisan, formulan preguntas, toman pruebas. Sólo los murmullos que llegan de atrás del escenario desmienten el ritmo normal: invitaciones, alegatos, acusaciones, admoniciones, exhortos. Los susurros de la noche reniegan del día: organizan asambleas, formulan exigencias, solicitan votos, pasan resoluciones, buscan apoyo.
La cortina cae en la mitad del acto. Los susurros tienen cuerpos, los cuerpos gritan y tratan de escapar, saltan por las ventanas, se trepan a los techos. Algunos desaparecen por callejuelas que desembocan en colectivos, subterráneos o taxis, otros se escapan en parejas para sumergirse en hoteles alojamiento de la zona, y unos pocos se sientan en cafés, para observar el espectáculo.
Uniformes azules controlan la salida del edificio, un celular estaciona en la vereda. Motonetas morrudas circunvalan la pista y se conectan por radio a una central tan invisible como poderosa. A una orden los uniformes lanzan gases lacrimógenos. Los estudiantes responden con quema de bancos y pizarrones. La puerta trasera del camión se abre y devora a todos los que se arriman, expelidos por los gases. Otros cuerpos huyen por el humo hacia la salvación.
Si los uniformes azules y los celulares aparecen en el primer acto, la escena se traslada a la intemperie. Miles de extras voluntarios marchan por la calle, levantando consignas artesanales. Las columnas de extras pagos marchan hacia ellos con mejores trajes e instrumentos: usan uniforme y portan armas.

Portando sus armas habituales, los uniformados vienen a la fábrica a pedir mil ladrillos refractarios, los más caros. Les digo que no estoy autorizado a regalar, que tengo que consultar. El responsable del operativo se enoja: -Así es como se colabora con la patria- dice, y se va. El lunes, cuando vuelve, le digo que vamos a regalarles baldosas en lugar de ladrillos. El tipo insiste que ellos piden otra cosa, que no es una limosna, un regalo, una dádiva, sino una cooperación con la patria. Se lleva igual las trescientas baldosas, y al salir se queda mirando un afiche de Mafalda que dice:
-No hay caso, nadie puede amasar una fortuna sin antes hacer harina a los demás. A los dos días nos secuestran a mi hermano y a mí, según ellos por cargar en la camioneta... ¡fusiles!

Los brazos fusiles, los dientes balas, los ojos blancos de tiro. Eso creíamos, pero son más siniestros: tipos comunes, de traje y corbata. Igual que el oficinista, el empleado de banco o el maestro. Gente como uno, sólo que su trabajo es hacer preguntas y ablandar al interrogado con métodos científicamente ideados, siempre que no ande apurado.
-USTED ME PREGUNTO en qué forma interrogábamos a una persona. De acuerdo a la premura, de acuerdo a la hora en que caía ese integrante de la organización, se aceleraba el interrogatorio. Por ejemplo, si caía a las dos de la tarde se tenía que acelerar. . . porque podía tener una cita en una hora y media, y para no perder esa cita había que acelerar el interrogatorio mediante la tortura, el shock eléctrico. -Página 12, 2 de mayo de 1995, entrevista al Turco Julián

SI EN CUALQUIER país del mundo pusieran un aviso ofreciendo trabajo de torturador, con buen sueldo y a tiempo completo: ¿Cuántos curriculum vitae se presentarían? -Jacobo Timerman

De cómo un profesor de historia habla con una señora:
-Señora, este trabajo tiene sus bemoles: no se imagina lo duro que fue para mí cuando mi mejor alumno me confesó sus simpatías por el socialismo. Yo era su profesor de historia, pero al mismo tiempo me debía al Ejército. Y tuve que informar, como corresponde. Se lo llevaron, qué le va a hacer. Cumplir con el deber no es fácil.
La señora le da la espalda para prepararle un café. Hace horas que están en su casa y necesitan despejarse. La posición es algo incómoda, no sólo porque la cocina es estrecha sino porque un joven de pelo largo la sigue del aparador a la mesa con el caño de una pistola en la nuca. A veces él le roza un brazo, o la cola, y a ella le da un escozor helado. Él la sigue con pulso firme, masculino. El profesor se sacó la campera de cuero y se puso cómodo, mientras los muchachos terminan de dar vuelta un par de sillones y darles un tajo en el vientre, por si esconden papeles indeseables. Mala suerte: era relleno, del barato.
-El café está listo, pasen, muchachos, estarán cansados.
La señora trata de caerles en gracia para que no se impacienten y terminen de partirle todos los muebles. Mientras el profesor prueba el primer sorbo de café y le dice al rubio con cara de matón que vaya a requisar el domicilio cuya dirección tan amablemente ha entregado la señora, ella teje para tranquilizarse. De tanto tragar saliva, con tantas palabras ácidas que se le filtran por ese líquido blancuzco que le corroe la tráquea y el estómago, la vejiga le arde y quiere simple y llanamente mear, le vienen unas ganas imperiosas de hacer pis aunque sea en medio de la sala.
-Perdón, si me disculpan, tengo que ir al baño.
Un sutil movimiento del índice del profesor pone en marcha los pasos de un morochito corpulento que apoya el pocillo de café en el platito de porcelana blanca, recoge la ametralladora del rincón y se dirige con tranco firme y decidido hasta el punto en que la sombra de la señora choca contra la pared y sube por el muro. Ella y su sombra entran por la puerta y el enanito armado la sigue. Ella no sabe si puede hacerlo delante de esta estatua guerrera con el arma apuntándole a la sien. ¿Cómo será morir en un enfrentamiento armado, meando en un baño, los sesos volados, y aparecer así en la primera página del diario? Claro que en nuestro país eso no sería noticia. ¿Cómo será mear frente a un soldado en pie de guerra?
Un río tibio y liberador entre las piernas y ya no sabe ni le importa si el valiente le apunta fuego o si el sonido contarín le despierta el instinto o si suelta el gatillo para sostenerse el sexo en medio de la batalla. Ella no está a dúo, está sola con su cuerpo, en un rincón de la casa, con su catarata de palabras que al tirar la cadena correrá por laberintos de cañerías hacia el sur, por debajo de los barrios y de las calles hacia el río, y de ahí hasta todas las costas, sin parar.

Otro libreto
Sin parar, entre bambalinas, se ensaya otro libreto. Se oyen gritos sordos, portazos, a veces nada. ¿Qué está pasando?
Hay que adivinar, uno debe ser muy sutil, debe permanecer muy tranquilo o no oirá nada. Es teatro experimental. Me salteo los ensayos y se enojan conmigo: la compañera no quiere comprometerse, está atrapada por sus limitaciones pequeño-burguesas y no lucha por superarlas.
No quiero ser protagonista, hasta las partes más insignificantes son demasiado para mí. Siempre me salgo de los libretos -soy incapaz de memorizarlos- pero persisten en enrolarme, en seducirme con promesas de revolución. Creo en la utopía, pero no en dar la vida como forma de vida: o los suburbios del heroísmo no son mi barrio preferido, o sufro de envejecimiento precoz. Llevo puesta una cierta distancia que me impide confundirme con el coro de consignas, leer proclamas rociadas de fervor y luchar con certeza por la creación de un mundo mejor. Igual me juego, sin la convicción de la victoria pero con el deseo. No se puede ser joven en el 77 y no apostar al hombre nuevo, al cambio.

Cambiá de nombre, cambiá de apellido, cambiá todo, me dijo un compañero que me encontré después que cambiaron las cosas. Y cambié, como esa canción que dice todo cambia.

Todo cambió cuando sonó aquel tiro, nítido como el segundo antes de la muerte. Era de noche y al marchar por el barrio de Once nos acercamos sin querer a la cuadra de la comisaría. Cuando nos dimos cuenta nos abrimos. Me metí por Viamonte y Pueyrredón. Fue allí que lo oí, cortó la noche. Claro como un presagio. Lo sentí como se siente el horror por primera vez. Al día siguiente fue el entierro. Emilio Jáuregui: un nombre, un tiro, ese perfil eterno al que me asomé con ansiedad y miedo de aprender demasiado. Tuve miedo. Ellos, mis compañeros, también lo tenían y lo amaestraban. Algunos se armaban. Era absurdo enfrentar armas sin armas, pero yo no era capaz de empuñar la muerte en la mano. Aunque se lo merecieran.
Tardo varios años en planificar mi huída, demasiados. Antes que caiga la cortina final, me bajo del escenario en puntas de pie para tomar el taxi que me lleve a la última salida: el aeropuerto. Nadie lo notará, no soy tan importante. Me equivoqué. Alguien lo notó.

Tienen piedra libre
Notan y anotan, entran y salen como quieren porque tienen piedra libre. Honorables ciudadanos golpean las puertas de los cuarteles, roncos de tanto pedir auxilio, allá por el 76. Capitalistas, empresarios, doctores, ciertos estudiantes, algunas amas de casa, bastantes oficinistas, todos ellos están hartos de que en este país no se respeten las reglas del juego. Que los señores militares nos tengan cortitos por un tiempo. Ya lo han hecho antes, y no tan mal. Que acaben con el enemigo, que haya mano dura con los que patean en contra. El Ejército tomará el poder en beneficio del pueblo, para acabar con la subversión.

El 9 de febrero del 75 a la noche empezó el Operativo Independencia en la provincia de Tucumán. Llegó para "neutralizar y/o aniquilar el accionar de los elementos subversivos", y terminó masacrando a diestra y siniestra aún antes del golpe de Estado. Andábamos tranquilamente por la calle sin darnos cuenta de nada. Nos sentábamos a tomar en un bar de la calle mientras pasaban los camiones del Ejército, y entre sorbo y sorbo del whisky decíamos: -mirá el quilombo que se viene. El hermano de mi amigo estaba prófugo, yo ya había ido preso, y estábamos así, totalmente ciegos a lo que se estaba gestando. El cayó preso al poco tiempo. Nunca medimos lo que pasaba. En el Diario del Pueblo, por ejemplo, nos quedábamos a trabajar toda la noche. En el 73 o 74 sentíamos las bombas, y en realidad nos preocupábamos por quién iba a cubrir la siguiente nota y no por las bombas que seguían resonando hasta la mañana. No teníamos una noción concreta de lo que se venía. Creo que nadie se daba cuenta.
-Lo que se viene es un baño de sangre, le había dicho un policía a mi papá, pero nosotros no lo podíamos llegar a concebir. Cuando estás en el terror no te das cuenta: te acostás a dormir con el terror, vivís con el terror, lo incorporás. Y cuando pasa y mirás para atrás te preguntás ¿cómo pudimos haber soportado todo esto, cómo pudimos haber tolerado que te llamen a la mañana para decirte: -che, cayó fulano anoche- y vos digas -puta qué cagada- y cortes el teléfono?

Hablemos por teléfono y juguemos en el bosque mientras el lobo no está ¿lobo está? / ¡me estoy poniendo los calcetines! Y los calzoncillos de doble refuerzo, para tener las bolas bien puestas. Ya están listos. Se han calzado guantes, botas, charreteras, reglamentos, disposiciones, tanques, armas y a largar la Reconstrucción Nacional. Manos a la obra: ordenar ¿ordeñar? el país. La tarea no es fácil: disolver, prohibir, quemar, reglamentar, limpiar. El placer del juego se exacerba. Pisa pisuela color de ciruela.

COMUNICADO No 19, 24 DE MARZO DE 1976
Se comunica a la población que la Junta de Comandantes Generales ha resuelto que sea reprimida con la pena de reclusión por tiempo indeterminado el que por cualquier medio difundiere, divulgare o propagare comunicados o imágenes provenientes o atribuidas a asociaciones ilícitas o a personas o grupos notoriamente dedicados a actividades subversivas o al terrorismo. Será reprimido con reclusión de hasta 10 años el que por cualquier medio difundiere, divulgare o propagare noticias, comunicados o imágenes con el propósito de perturbar, perjudicar o desprestigiar las actividades de las Fuerzas Armadas, de seguridad o policiales.

Para no perturbar, perjudicar o desprestigiar las actividades de las Fuerzas Armadas, de seguridad o policiales hay que hablar con propiedad, emplear un rico vocabulario:
Abatir al enemigo: matar y / o chupar niños, jóvenes, adultos o ancianos. Se incluyen mujeres embarazadas.
Chupar: secuestrar; chupadero: habitat natural del secuestrado.
Secuestrado: el que está en la joda.
Estar en la joda: ser militante o tener ideas que difieran de la militar.
Idea militar: salvaguardar la Patria, la Familia y la Propiedad.
Propiedad: concepto universal que abarca la propia y la de los subversivos.
Subversivo: dícese de todo elemento disociador y disolvente al cual se le coloca un tabique.
Tabique: venda, pañuelo o trapo colocado en los ojos del subversivo para que no vea a sus torturadores.
Torturadores: funcionarios especializados en métodos de interrogatorio.
Métodos de interrogatorio: picana, submarino, parrilla, etcétera. La lista es demasiado larga. En la República Argentina el hijo de un ilustre escritor, Leopoldo Lugones, inventó la picana.
Picana: pasaje de corriente eléctrica mediante la utilización de un elemento puntiforme, ubicado en el quirófano.
Quirófano: espacio creado para interrogar al subversivo, antes de pasarlo al tubo.
Tubo: celda de 2 m por 1,60 m donde puede reposar el subversivo, bajo el control de los guardias.
Guardias: Tiburón, Víbora, Tigre, Rubio, Turco, Panza, Luz, Tete, Angel, Colores, Alacrán. No son canas o milicos a secas, pertenecen a Grupos de Tareas.
Grupos de Tareas: conjuntos de individuos dedicados a aniquilar al enemigo y a rescatar el botín de guerra.
Botín de guerra: bienes muebles e inmuebles de todo tipo que los hombres del Ejército recuperan en cada batalla.
Hombres del Ejército: funcionarios de los Servicios de Inteligencia.
Inteligencia: palabra que se sustituye por obediencia.
Obediencia debida: concepto que se utiliza en caso de juicio público, para pasarle la responsabilidad al superior.
Superior: el que no tiene nada que confesar, agregar o

reprocharse.


-NADA TENGO que reprocharme- declara el General Lambruschini.
-Ya me ha perdonado Dios- declara el General Agosti.
-29 desaparecidos figuran en las listas de sobrevivientes de los recientes terremotos en México- dice la defensa del General Viola.
-La subversión marxista tiene miedo- declara el General Viola.
-Nada tengo que agregar, declara el General Anaya. -La Nación, octubre de 1985

Después de la sesión de picana me toca declarar con un estilo más civilizado: sentada frente a una máquina de escribir que puede copiar mis palabras o redactar una receta de cocina. Lo mismo da. Una verdadera declaración oficial, tan oficial que debo firmarla a ciegas a pie de página. Estampo un mamarracho, para darle el visto bueno a la farsa burocrática. Son muy eficientes: tienen todo archivado. Anotan quién entra y quién sale, su aspecto, historia, contactos e ideas. Claro que a veces un viento fuerte les desordena los papeles, se les mezclan los datos y se producen algunos descalabros.

¡Flor de descalabro! Nadie parecía haber ordenado mi traslado: unas mujeres del servicio penitenciario provincial empiezan a llamar a la policía federal, que dice no haber pedido mi traslado. Llaman a la policía provincial, y dice no haber pedido mi traslado; llaman al servicio de investigaciones, dice que de ninguna manera ha pedido mi traslado. Hasta que finalmente llaman a un Regimiento de Formosa, en el cual aseguran que efectivamente los militares habían pedido mi traslado y que debo quedarme detenida ahí. Serían las tres de la tarde, yo estaba muy cansada. Me metieron en un calabozo que debía tener 2 metros por 1 de ancho y me debo haber quedado dormida. Cuando me desperté ya se me había roto el tapón y empecé a llamar a alguien a los gritos. Vino una celadora y le dije que quería ir a una maternidad porque se me había roto el tapón. Se veía que era cierto porque tenía la ropa empapada.

Me despido de mi ropa, pantalón de corderoi y camisa estampada, como de viejos amigos. Me dan otra con olor a cárcel, a humedad. Camisa, pantalón, bombacha de alguien que pasó a mejor vida. Ropa confiscada, que le dicen.

` No sólo estoy con la ropa empapada sino a punto de parir, pero la partera me dice que no, a lo cual le respondo que sí, que ya tuve una hija y sé que voy a parir. Le advierto que tengo un problema de sangre y que hay una vacuna para neutralizarlo. Toma nota pero no hace nada. Se va a darle de comer a sus patos. Como a las ocho de la noche noto que se me ha roto la bolsa. Grito muchísimo más. Es un grito de liberación, rompo con todas las inhibiciones que le impone a la mujer esta cultura. Mi custodia la manda llamar. Llega chancleteando en el momento en que siento los pujos. Me ordena caminar hasta la sala de partos. Le digo que no puedo, que ya está naciendo el chico, y me insiste que no me va a hacer el parto ahí. Entonces me levanto, con las piernas abiertas, la mano en la cabeza de mi hijo, que iba saliendo, y camino así un trayecto que no recuerdo, hasta la sala de partos. Ahí me hace tender en una cama y comienza a sacarme sangre. La apuro y le aviso que está naciendo, entonces se acuerda y lo hace salir. Mi hijo nace con una doble vuelta de cordón, sin gritar ni llorar.

Sin gritar ni llorar, le dejo mis lentes de contacto a la guardia. Lo mismo da, igual está prohibido sacarse el tabique hasta para dormir. Una ceguera a merced de gritos de chicos, de mujeres, de hombres que flotan en el vacío. Ecos sueltos, voces que le hablan a uno desde la locura.

Cada cual atiende su juego
La locura tiene para mí un nombre. Se llama Berta. Tiene ojos azules en los que me encanta perderme y unas manos que giran al son del don al don al don pirulero / cada cual cada cual / atiende su juego / y el que no y el que no / una prenda tendrá.
Jugamos siempre a las prendas con mi tía: hay que mover manos y brazos como zapateros, como lavanderas, como planchadoras, mientras las estrofas de la canción clavan, lavan, planchan a un ritmo vertiginoso. El que se equivoca de oficio tiene prenda. Uno siempre puede pagar la prenda dando tres vueltas carnero o saltando como la rana que estaba cantando debajo del agua, pero para Berta es diferente: su prenda es el manicomio, una penitencia por inventarse reglas que los mayores no entienden.
Ahora tus manos no giran al son de nuestra música, apenas se animan a saludar desde la ventana que enmarca treinta años de cautiverio, treinta años entre aquel regazo mullido en el que me acurrucaba y tu regazo cansado y solo, treinta años entre tu rodete negro y tu rodete blanco, entre la ventana del dormitorio por la que saltabas a la intemperie y la ventana del cuarto de hospital.
Tildan de loca tu costumbre de tomar trenes hasta la terminal, de viajar hacia el sur en cualquier vagón abierto para mirar el campo, ese mar de oro con vacas y tranqueras. Tu paseo termina en azarosos pueblos donde te ubicará tu familia, gracias a las pistas que les vas dejando por el camino.
Un día se festeja tu compromiso: tu novio viene de Montevideo. Intrigados, nos sentamos a comer canapés y bocaditos, como anticipo del placer que nos deparará su llegada. Pasan las horas y el invitado de honor no llega. Los demás empiezan a impacientarse, a arriesgar teorías. Teodora se te acerca para ver si sabés qué le habrá pasado.
-Sabés muy bien lo que le pasó- sentenciás airada, y mandás a todo el mundo a su casa.
La semana siguiente la invitás a cenar, ansiosa por hacer las paces. Después de todo, no vale la pena pelearse por un hombre. Servís una entrada de sopa de verduras y un plato fuerte de bife con ensalada. De postre, helado espolvoreado con vidrio molido. Desde entonces tu hogar es el hospital psiquiátrico, un universo cúbico de pared pared pared techo piso y ventana.
A Berta le dejan recibir visitas una vez por semana. Sus hermanos vienen a verla una vez por mes, por dos horas. Le traen ropa vieja, galletitas dulces, una que otra revista. Como jamás aceptan su invitación a tomar el té, nunca sabrán que toma y come todo en el mismo tazón de aluminio abollado, que revuelve el mate cocido con la misma cuchara con la que toma la sopa, porque sólo tiene una. Ella se conforma, no pide nada.

Nadie pide nada
Les pedíamos cosas a nuestros familiares, pero no era fácil. A veces las visitas a la cárcel eran en un locutorio con vidrio de por medio, o con rejas de por medio. A veces teníamos que estar arrodillados en un banco de iglesia, y allá lejos el familiar también tenía que arrodillarse en otro. Aunque había que hablar a los gritos, aprovechábamos ese momento para pedir algo.

Nadie le pide nada al guardia, aunque las puertas de las celdas estén abiertas. Que se vaya. Los pasos se alejan por el pasillo, firmes y emprendedores, a barrerle la mugre a otros condenados. Las puertas quedan abiertas, como si pudieran ventilarse del tufo a orín y a humedad que lo impregna todo. Quiero bajarme el tabique, pero ese simple gesto me da miedo.

Me daba miedo cada vez que se escuchaban pasos de un guardia en el pasillo. Uno temía ser nuevamente objeto de la tortura. La contradicción de que uno a veces quería salir para estirar las piernas, para ir al baño pero al mismo tiempo no, porque eso era estar expuesto a las miradas y ser objeto de cualquier cosa que quisieran hacer los represores. La mente oscilaba entre esos límites.
Se te va achicando la mente, limitando tu mundo a: cuándo abren la puerta, cuándo la cierran, qué comés hoy, qué comés mañana, cuándo te castigan, cuándo no. Esos eran los elementos que más tenía en cuenta yo. Es como que al achicársete la vida, te olvidás dónde estás, quién sos. Es como que agradecés un gesto, agradecés un buen plato, te contentás con una salida. Ya no sirve para nada pensar.

Tengo todo el tiempo para pensar, pero no pienso: me bajo la venda. Le adivino una cara a las piernas, ayudándole a la miopía con los dedos: me estiro los ojos y recupero el foco en la pantalla. Desgarbado, pelo rojo y barba.
-¿Dónde estamos?- arriesgo un hilo de voz.
-En un chupadero. Sección pesados.
-¿Hasta cuándo?
-Yo llevo seis meses. A mis compañeros los mataron.
Las pisadas nos vuelven las vendas a los ojos y el silencio a las palabras. En las celdas del no estar está prohibido hablar.

Menos mal que no está prohibido gritar, porque tu voz se oye hasta la otra cuadra: -¡Apareciste, Norita! ¡No cambiaste nada!- me machacás desde el revés de mi sorpresa. Llego casi sin aliento, aturdida por la peregrinación a lo largo de pasillos descabellados y siempre errados, con ecos pidiendo comida, dinero, puchos.
Soy yo, tía Berta, la que siente el zarpazo de tus treinta años de paredes húmedas, olor a comida recalentada, miradas perdidas de vecinas encerradas en torres de miedo, enfermeras entrenadas para inyectarles la necesaria dosis de sedantes. Lo necesario para retenerlas en el círculo de viejas chinelas arrastrándose por el mosaico descolorido de la locura. La locura es una forma de salvación: es salirse de la lógica, anclar más atrás, donde los normales nunca llegan. Es un trueque: mover el caballo como si fuera un alfil, cruzar el tablero en diagonal y seguir de largo. Uno se da cuenta que el tablero no existe, los peones están con o contra nosotros, la reina se escapa y el rey nos persigue. Ahí se acaban las partidas de a dos. Uno se queda solo, rodeado de voces sin entrañas, voces que los jugadores no pueden sentir. Y si las llegan a escuchar, se tapan los oídos y salen a comprar candados y rejas y electricidad y sedantes para tranquilizarlos. Todo debe acomodarse entre seductores almohadones de racionalidad.
Ocho camas sin ropero, sin mesita de luz, sin lugar para guardar lo que tenés que guardar, sin lugar para ser quien sos, tu mundo es una cárcel atenta y sonriente donde los guardias visten de blanco. En ese horizonte das conciertos de piano y conferencias sobre política internacional para que las otras se desenchufen del televisor.
-No se interesan por nada, estas brutas. Y si les digo que me saqué premios de arquitectura ¡Qué me van a creer! No se imaginan que alguien pueda tener otras miras que ellas.
Gesticulás y me tomás del brazo mientras paseamos por los jardines abandonados que circundan tu lucidez. Termina la hora de las visitas y me acompañás a tomar el colectivo.
-¿Te dan permiso para salir?
-Por supuesto. Saben que no llegaría muy lejos. ¿A dónde voy a ir?
Hay quienes tratan de escapar, otras saltan por la ventana. Yo ya me cansé. Ellos, a la larga, te ganan.

El padre a la hija, después de un partido de ajedrez.
-Nena, tenés que aprender a perder...
-Pero papá, ¿no ves que ya sé perder?¡Lo que tengo que aprender es a ganar!-Pablo Conti

No me van a ganar. Camino ida y vuelta aunque me duela todo, aunque me choque con las paredes, aunque me asuste el peso de los grillos en los pies, aunque la celda se acabe a los dos pasos, aunque me quieran regimentar el alma.
EL REGIMEN de disciplina era muy riguroso y estábamos atados con grillos que no nos permitían movernos más de 40 cm y lastimaban los tobillos. Teníamos una venda que era como un anteojo de tela apretado a los ojos. . . No podíamos ni hablar ni movernos, siempre sentados o acostados. . . Los guardias caminaban en zapatillas, y abrían las puertas de sorpresa para ver si estábamos de pie o sin la venda, porque aún dentro de las celdas teníamos los ojos vendados. -CONADEP

Me llevaron a una celda que ellos llamban tubo porque era angosta y larga. El ancho era el de una puerta más el de una tarima. Había dos tarimas de madera, con un colchón de gomaespuma. Arriba de la puerta de metal había un ventiluz que daba a un pasillo largo. Me llevaron ahí y durante mucho tiempo me tuvieron totalmente aislada.

Quizá pueda mantener la lucidez tapándome con el colchón de goma espuma y oliendo hasta el cansancio la humedad de la celda. O mejor canto algo. Letra ele, amiga mía / suculenta libertad / ¿por qué te vas con los otros / y solita me dejás?...
¿Cómo ganarme una L, esa letra elegante que les ponen a los privilegiados ascendidos por las escaleras? Ni con mentiras. Si supiera y hablara me rematarían. Son temperamentales, imprevisibles, no se sabe a ciencia cierta qué razones los guían: nunca buenas, siempre sólidas. Unas razones tiesas, implacables, erguidas. A mí, para bien o para mal, no se me dio jamás la oportunidad de confesarme, ni siquiera ante el oído púdico de una sotana. Y ahora que los curas andan repartiendo bendiciones por acá, pasó mi cuarto de hora. Oí uno al pasar. Habló con el de al lado. Le machacaba que fue víctima de malas compañías, pero que podía corregirse.
DESPUES DEL SECUESTRO, la esposa. . . se entrevistó con el presidente Videla para pedir su auxilio. "Me recibió con un rosario en la mano. -Acabo de terminar mis oraciones, me dijo. Luego me explicó que la desaparición de mi esposo podía tratarse de un autosecuesto o hallarse fuera del país, aunque admitió que también podía tratarse de accionar de grupos parapoliciales o paramilitares. -Es que su esposo andaba muy metido en el gremio, agregó”. -Andersen

Yo era del gremio docente y fui secuestrada. Lo primero que me preguntaron fue quien era mi director espiritual, mi confesor. Les dije que no tenía director espiritual, que cuando tenía que confesarme me iba al primer cura que pillaba en la iglesia, en el reclinatorio. Lo que no les dije es que gracias a Dios soy profundamente atea, y que iba a la iglesia a conversar con los curitas del tercer mundo que había por acá. Me hacían sentir como en mi casa.
-RETIRENSE, ésta es mi casa- fue lo primero que atinó a decir el padre Mai.
-Nosotras creíamos que era la casa de Dios- le interrumpió Hebe de Bonafini, flanqueada por otras trece Madres de Plaza de Mayo.
-Intrusas. . . déjenme hablar- se encrespó, mientras una veintena de policías ingresaba a la Catedral (y las ambulancias se preparaban para llevarse a las provocadoras).
-¿Por qué no habló cuando se llevaron a 30.000 desaparecidos? -Página 12, 9 de julio de 1996

Los desaparecidos no pueden hablar. Uno llama al guardia: quiere ir al baño. No se puede fuera de horario. Se hará encima, le pegarán y seguirá cagándose hasta que lo muelan a golpes. Ya voy entendiendo. Acá no se conjuga la primera persona del singular. Para qué, si nos van a matar.
-¿Nos van a matar?
-Si te transladan te matan, si pasás una noche en planta baja, te largan- susurra mi vecino.
T / L. Nuestro destino pende de dos letras.

La letra T estaba en las fichas de Graciela y de Gerardo, eso fue después de noviembre del 77. A veces les `ponían una cruz. Lo vi cuando trabajé en la oficina -me tuvieron un tiempo arreglando papeles, aunque me habían destabicado para que les arregle aparatos robados. Por eso no me "limpiaban", porque me podían seguir usando. Yo era material útil y disponible.

Disponen de las llaves del abecedario y del candado del cementerio. Como si fuera poco, saben la fecha de nuestro final.
Veo veo
Hoy es 17 de diciembre, mi cumpleaños. Lástima que deba pasar mi día en cama y con dolor de garganta. Para colmo de males se suspendió la fiesta. Seguro que no me lo festejan hasta enero, con el de Gerardo. Con una torta de dos pisos que tiene muchas más velitas y mucho más dulce en la parte que le toca a él. Por suerte mi tía me regaló una muñeca. Es negra, tiene unos ojos bien saltones, y es más vieja que yo.
Veo veo / qué ves / una cosa! / ¿qué cosa? / Maravillosa /
¿De qué color? / ¡Verde!
Adiviné. Me van a llevar de paseo. Me bajó la fiebre. Le pido a mamá que me ponga los zapatos de salir y el vestido amarillo. Hace juego con el verde de la plaza. Salimos en auto: la muñeca, papá, mamá y yo. Estacionamos frente a un edificio gris. No hay césped ni flores, ni hamacas ni toboganes.
-¿Qué hacemos acá?
-Vamos de visita por un ratito.
Dos manos firmes me arrastran hasta la entrada principal. Mamá golpea una puerta. No quiero pasar pero ya estamos adentro.
Un abanico de delantales blancos se despliega como la cola de un pavo real. Nadie me acompaña, la muñeca también se fue. Los delantales tienen manos. Me atrapan en una red de sábanas blancas. Me atan a una silla enorme que se estira y me deja cabeza para atrás y patas para arriba. Grito pero no paran. No me escuchan. No puedo moverme ni cerrar la boca. Un aparato más grande que todas sus manos se me acerca con una luz que me aplasta la cara. Me busca la lengua y da vueltas en la garganta. Voy a vomitar. Me sueltan para que escupa sangre en un lavatorio. Escupo mi cumpleaños.
Me rebelo con la única herramienta que tengo: el silencio. Mis padres quieren comprarme el perdón con un helado. Se defienden con excusas que suenan a gastados caballitos de batalla:
-Seguimos las instrucciones del doctor, no sabíamos lo que iba a pasar. Se me meten todas las sílabas para adentro. Tienen un sabor amargo y se vuelven pelotas en el estómago. No sé dónde poner mi resentimiento, esa cosa fea que me anuda la garganta. Poco a poco se va aflojando y vuelvo a hablarles. Pero no de lo que pasó. Me queda una cicatriz en el alma, una marca invisible que con los años crecerá hasta volverse costra. Con la madurez así adquirida estaré lista para educar a camadas de nuevas generaciones, ansiosas de obedecer las voces de mando de los adultos.

-¡Firrr-messs! ¡Jota 08 y 09! ¡uno, dos yyyy tress!
No sé a quién le dan la orden. Como la puerta de la celda está abierta, me amparo en el marco. Una vívora serpentea su cuerpo metálico por el pasillo, delante mío, pero no tengo orden de reaccionar. Sigo en posición de firme, con mis neuronas en estado de alerta.

Había que estar alerta porque ellos decían -de la celda tal a tal- o según nuestras letras y números, e íbamos saliendo... en el trencito.

El trencito bípedo pasa sin dejar rastros audibles, y me quedo sola, petrificada, con mi gesto militar desahuciado a punto de quebrarse en infinitud de miedos.

Lo que me daba miedo era que me volvieran a tirar animales. En una celda aislada en la que estuve no me dejaban dormir. Cuando me dormía me tiraban agua, y después perros. Hasta tenían un hurón estos hijos de puta. El hurón es un bicho muy jodido cuando tiene hambre. Es una mascota parecida a la comadreja que se alimenta de ratas, de otros roedores menores. Y cuando está con hambre, lo ataca al humano en partes como el lóbulo de la oreja, la nariz. Me hizo mierda la nariz, el hurón, porque yo me dormía, y me empezaba a comer. Los tipos me tenían para la joda. Se cagaban de la risa conmigo. Eso era lo que me daba más miedo.

Infinitos miedos nacen y mueren, día tras día, en cualquier calle, en los barrios, la universidad, la propia casa. Miedos enrulados o engominados, miedos sosos o voluptuosos, suculentos, de todas las marcas y sabores.

Ignorábamos los miedos y seguíamos ensimismados, sin mirarle el color ni sentirle el olor al riesgo de caer. Lo cotidiano era, para un estudiante típico: entrar a la universidad, la famosa isla democrática, con la agenda atiborrada de direcciones; tragársela en el baño en caso de peligro; pasar por la entrada, controlada por intrusos azules; entrar a las aulas, vigiladas por intrusos civiles; participar en asambleas, controladas y vigiladas por intrusos de azul y de civil. Y volver a casa evitando ser seguido por los intrusos de siempre.
Ahí estábamos todos, en las buenas y en las malas, confundiendo a veces estrategias y tácticas, pegándola otras, siempre al borde de la revolución. Unos pocos iban armados, no tanto para atacar a la cana sino para defenderse de militantes de otras agrupaciones durante las acaloradas elecciones del centro de estudiantes. Eso era antes del golpe, cuando Isabelita intervino la Universidad y el decano pasó a la clandestinidad. ¿Te imaginás, un decano clandestino? Al final tuvo que exiliarse en la embajada mexicana. Nosotros ingeríamos altas dosis de realismo mágico. Pero algunos lo pagaban caro. Después de una asamblea se apostaba la cana en la puerta de entrada y había que desfilar para salir. Con el dedo marcaban: éste adentro, ésta, aquél, y muchos de los pibes que habían hablado más fuerte, pasaban de ahí a disposición del Ejecutivo como por un tubo. Se la tragaron adentro hasta después de pasada la dictadura, del 75 al 83. Nos agarraban como moscas.
Recuerdo una escena: un grupo de estudiantes va a hablar con el decano para exigirle que salga la policía de la facultad. Dejan entrar sólo a dos. Me ofrezco de voluntario y arrastro a otro, que me acompaña por no ser menos. En cuanto se cierra la puerta detrás nuestro desalojan a los demás. En lugar del decano hay una invasión de policías. Mosquitos que nunca se sabe de dónde salen, pero sí adónde apuntan. Me tranquiliza una idea: si me llevan en cana no podrán evitar la presencia de testigos. Para salir hay que cruzar pasillos, escalera y hall central. ¡Todavía creía que salen por la entrada! Una escalera caracol me sacó directo del decanato al camión celular.

De hoyo a hoyo
NOS SACABAN tres veces por día para ir al baño. Los baños estaban a 30 o 40 metros de donde estaban las celdas. Nos sacaban en fila india, de a 10 tomados de los hombros. La mayoría de las veces no podíamos hacer nuestras necesidades fisiológicas porque cuando llegábamos daban inmediatamente la orden de regresar a las celdas, o dentro del baño nos daban una paliza general, o nos daban dos o tres minutos para que todos utilizáramos el baño. Allí nos daban una taza de agua, que no alcanzábamos a tomar. -CONADEP

-De la celda al baño se va por trencito- me dice una voz sedosa. La primera mujer que se me acerca ¿Una presa que hace de guardia? ¿Una guardia a secas?
-Cuando escuchás uno te das media vuelta, al dos ponés las manos sobre los hombros del de adelante, al tres empezás a marchar. Vamos, rápido. Que no noten que te quedaste atrás.
La sigo.

-Llegamos, agachate.
Dan la orden para emprender la cuenta regresiva. Me acoplo: media vuelta, tres, dos, uno. No era un trencito, es un ciempiés que vuelve hediondo y húmedo. Cuarenta pares de patas arrastrándose, de hoyo a hoyo.

SUBSUELO: Sin ventilación ni luz natural. Temperatura entre 40 y 45 grados, en verano. Mucho frío en invierno. Gran humedad. Las paredes y piso rezumaban agua continuamente. . . Cocina, lavadero y duchas, éstas con una abertura que daba a la superficie externa por donde los guardias observaban el culo de las mujeres. Nunca Más

Nos desnudamos al entrar a las duchas. Corremos engrillados, entre empujones, patadas y puntapiés. Los manoseos, en general, están reservados para las mujeres. Los guardias nos catalogan en cuanto empezamos a bajarnos los pantalones. El control de la mercadería no es un proceso individual ni arbitrario: consultan entre ellos antes de dar un veredicto. El culo de la tercera, las piernas de la que sigue y las tetas de la primera: cien puntos ¿quién da más?
El jabón se resbala, cuidado: no se puede deslizar fuera del cuadrado que una debe imaginar en las baldosas. Sólo mirar los propios pies, no levantar la vista, volver a vestirse, rápido no quedarse atrás ni resbalarse.
-¡Rubia, preparate que te la tengo jurada!
Látigos de hielo sobre la espalda. Mejor gozarlos, quizás sea la última vez bajo el agua.
QUIZAS UNA VEZ por semana nos llevaban a bañarnos. . . había dos hierros con agujeros por donde pasaba el agua y funcionaban como duchas. Nos hacían bañar de a ocho y teníamos más o menos 1 minuto para bañarnos, salir del agua y secarnos. Eramos cien o cientocuarenta y había cinco a seis pedazos de trapo que se usaban como toallas para todos. -CONADEP

Todo es para todos, hasta los gritos de la noche. Acá lo normal es sentir que no se sube en la vida, se baja; uno se hunde más y más hasta que todo es noche. Acá tocamos la noche infinita, el fondo de la noche. A la noche la habitan gemidos y pisadas, y golpes en puertas impetuosas que se abren a la nada. Abren la puerta fuera de horario. No puede ser el baño ni la sopa.
Estoy vestida como les gusta, con el tabique puesto. Ya aprendí a obedecer. Me llevan. De pie, el pasillo, cuidado: subimos escalones. Un nuevo movimiento: hacia arriba ¿hacia dónde? Corre aire fresco, de patios y calles. Una brisa nocturna.
-Esperá acá hasta que te llamen.

CLUB ATLETICO: Este campo dependía directamente de la Plana Mayor de la Policía Federal y funcionaba como principal base de operaciones de inteligencia de la Policía Federal, pero también era utilizado por los distintos grupos de tareas quienes concentraban ahí sus desaparecidos. -CONADEP

¿Será una guarnición del Ejército? ¿el Departamento de Policía?

La policía fue cambiando con el tiempo, pero siempre había que tener cuidado con ella. Hace muchos años mi viejo tenía un oficial amigo del bar en que chupaban juntos. Ahí me llevaba a comer un sandwich con jamón y queso y una bidú -yo también lo conocía. Una vez caí por repartir volantes y fui a parar a la comisaría. Me recibieron a patadas y a trompadas, como acostumbraban. En un momento llega este oficial y dice:
-Paren, paren ¿qué pasa? ¿qué pasó, pibe? ¿qué estás haciendo acá?- Incluso me pone una mano sobre el hombro. Como estaba sangrando me lleva: -vení, lavate- a una piletita con un grifo.
Cuando me estoy lavando siento un campanazo, y doy con la cara y los dientes contra la canilla. Me dio una trompada con toda la intención de romperme la cara. Me di vuelta y me quedé mirándolo, atónito. El me repetía: -¿qué me mirás? ¿qué me mirás?

Una voz me aconseja: -Mirá que acá hay muchos guardias, portate bien.
Este piso suena distinto al subsuelo, el sistema de seguridad parece más relajado. Aquí parece que no nos tratan tan mal, a lo sumo nos ignoran.
-Sí, mi teniente. Acérquese, cabo. En seguida, señor.
¿Una base militar? Tecleo de máquinas de escribir, movimiento. Y hay otros prisioneros: el roce esporádico de las cadenas contra el piso es el alfabeto morse de los sin nombre.

Antes de preguntarme mi nombre me dieron una paliza, después me dejaron, a eso de las nueve de la noche, en una oficina del Departamento de Policía. Yo descalzo, lastimado, sin el cinturón de los pantalones, en un ambiente oficinesco: había un paquete de galletitas medio abierto, un termo de gente que trabaja, y a la mañana empezaron a caer las empleadas civiles de la policía, a las que les parecía lo más normal convivir con ese espectáculo, y me trataban como si fuera un florero adornando el rincón de un departamento.

El umbral
¿Departamento de policía? Los grillos me lastiman los tobillos, las baldosas están heladas. No me aguanto en mi lugar. Quizá sean los otros, o la brisa, o la ilusión repentina de estar en el umbral de la liberación. No sé qué es. Algo en el aire habla a través mío.
-Por favor ¿me puedo mover? Tengo frío.
Un silencio mortal corta el espacio por la mitad: de un lado ellos, todos ellos, pasmados. Del otro lado yo, con mi aguzado instinto para decir lo que no corresponde. Se van a burlar de mí, van a matarse de risa. ¿Qué me van a hacer?
-Puede hacerlo- decreta sin énfasis.


Nos hacíamos nuestras escapadas a casa de un amigo que vivía al lado de la policía. El fondo daba prácticamente al patio de la comisaría octava. Me decía que escuchaba música y gritos, que torturaban. Era la época de Perón, los años 50. Sabíamos vagamente que ahí, en un portón que había, funcionaba la policía política, la Sección Especial que después fue Coordinación Federal.

Coordino los movimientos a pesar de los grillos, estiro los brazos, los alzo hacia el techo y me pongo en puntas de pie. Puede hacerlo, me dijeron. No puedo creer que me den permiso para algo, pero me paro y empiezo a mover el cuerpo entumecido. -Bravoo! ¡Otraaa! ¡Miren, muchachos, La muerte del cisne! ¡Vamos todavía!. Las voces se acercan y yo sigo, obsesiva y pacientemente sigo -¡A ver, Cascanueces!- al mismo ritmo y uno, y dos -¡Dale con La tarantela!- y tres, y cuatro -¡Bailá El Danubio azul!- y me olvido del coro, abajo y arriba, y sigo, y va, donde sus burlas no me tocan, y uno y dos, y un calorcito me invade, y tres, y brazos y cuello y sí, y sube el calor, y va y va, y me río por dentro, y ahora, y me río más adentro, y bailo el gallito ciego muerta de risa.


Chito

Me muero de risa cada vez que empezás a contar chistes cuando tomamos la sopa. Es tu instante predilecto, y disfrutás el enojo de mami cuando el líquido nos salta por la nariz. Tanto te querían hacer callar de chico que te llamaron Chito, sonido que cobra vida con el dedo índice sobre los labios: ¡calladito! Ahora sos León, el rey de la selva que se agazapa, amenazante, detrás de las puertas de nuestra niñez. A la playa en bicicleta, a correr, a nadar lejos, muy lejos, con esa brazada esbelta que parece llevarte hasta la otra orilla del río. Papá es un caleidoscopio de sorpresas: también toca el violín en el patio, y dibuja figuras en tinta china de chicos flacos y panzones, en callecitas de barro. ¿Por qué esos ojos negros de mirada tan gris? Y hace planos de todas las casas del barrio, y recita a Heine, y baila tango, y lee, siempre lee. No me cuesta quererte: me das consejos cuando los pido, no te enojás como mamá, no me prohibís nada. Sos ideal. Con los años te reís menos y escribís más: “¿Es la política una mala palabra?”, artículos sobre ética y estética, y unas páginas autobiográficas a pedido mío. Vienen con una nota:

Lamento que mi vida no haya transcurrido más heroica o novelesca. Soy más un personaje de Kafka que de Byron.

Te olvidás de un detalle: mientras Kafka era empleado de una tediosa compañía de seguros, vos trabajás en casa, sin horarios, gozando de lo que algunos llamarían libertad.

Me mandaron un radiograma diciendo que a mi hijo lo habían puesto en libertad. Yo soñé que él caía en la ruta y que un ómnibus le pasaba por ahí, y el otro por acá, y ya lo habían despedazado, y así quedaba. Cada vez que lo quería sacar, pasaba un vehículo. Y dije: -a mi hijo esta noche lo han matado- y miré el radiograma, con su nombre y apellido, como si fuese una tumba.

Me llaman por nombre y apellido. El tipo que me lleva del brazo es más gentil que antes: soy una ciega respetable. Me sienta junto a un escritorio frente a un oficial militar que pronuncia su autoridad con parsimonia.
-Parece que nos equivocamos con vos, pero si no querés complicaciones, mejor que se te grabe lo siguiente: nunca estuviste acá ¿entendiste? No queremos vernos obligados a proceder con más firmeza. De manera que acá no ha pasado nada.
Nada se nos escapa: seguimos de cerca tu historia familiar y sabemos todo lo concerniente a tu primo y su concubina, las movidas de tu tío el periodista, las avivadas de tus primos guerrilleros. Podrían verse perjudicados por cualquier descuido tuyo. Pero si actuás como debés y no hablás de más, no vas a tener problemas.

Abel y Hugo
No tuvimos ningún problema entre nosotros, a mis primos sólo dejé de verlos por cuestiones de familia: los viejos se pelearon y dejamos de reunirnos para Año Nuevo y los cumpleaños. Apenas acompañaban, abstractos, algunas charlas de sobremesa.
-¿Sabés que Hugo se recibió de médico? Trabaja en Casa Cuna.
-¿Y Abelito? Ya está por terminar la secundaria y tiene sólo catorce. Dicen que está altísimo, un churro bárbaro. Van a ayudar al papá a la clínica, son dos chicos muy bien educados.
Los chicos llegaron a la clínica una tarde, me cuenta el tío Pedro:
Abel estaba conmigo y escuché que Hugo subía las escaleras cuando empezó el tiroteo. Era una emboscada. Aparecieron tipos armados por los cuatro costados, que lo seguían a Hugo por los techos. Abelito se interpuso y lo agarraron. Gritaban, tiraban cosas, pateaban, disparaban. Volvieron con el cuerpo de Hugo, parecía desmayado. No lo habían herido, pero noté que se había envenenado. La famosa pastilla de cianuro. Querían que lo reviviera, pero no había nada que hacer. Se los llevaron, al vivo y al muerto.
Me quedé encerrado en esa escena como en una tumba. Empecé a ver policías por todas partes, cubrí las paredes con cinta adhesiva para que no me espiaran. Un día llegó la ambulancia y me llevó. Me aplicaron electroshock. Dicen que me curé pero soy un vegetal, o peor, una piedra.

CASO 459: No está probado que el 19 de abril de 1977, Abel Omar Strejilevich fuera privado de su libertad en el domicilio de ... Capital Federal, por fuerzas armadas que actuaban bajo el comando operacional del Primer Cuerpo de Ejército.
En efecto, en el recurso de habeas corpus que el padre presentara ante el Juzgado de Instrucción... no se indica la forma en que el supuesto desaparecido haya sido privado de su libertad. Sólo se da una fecha, sin ofrecerse testigos ni suministrarse otros datos para poder esclarecer la situación. Como una indicación se manifiesta que había desaparecido un hermano suyo, el que posteriormente apareció como cadáver N.N. sepultado en la Chacarita.
A esto hay que agregar que en el informe elaborado por la CONADEP tampoco se da noticia detallada del suceso. Hay una presentación de una prima suya denunciando su privación de libertad.
Con estos elementos aislados no se puede tener por probado el hecho: no hay testigos de su detención, ni que hubiera sido visto en algún lugar en que se mantuvieran clandestinamente detenidas a personas.


CASO 460: El tribunal tiene presente lo dictaminado por el señor Fiscal en cuanto solicita la absolución de los procesados respecto de este caso [Hugo Strejilevich], lo que así se resolverá. -La Sentencia

Pasaron varios años hasta que Sonia completó el relato.

En ese entonces mi esposo Hugo, Abel y yo nos estábamos alojando en la clínica de Pedro. Cuando llego a la clínica me llaman la atención dos motos paradas justo enfrente, y la puerta entornada en un horario en que se trabajaba. Huelo algo raro. Subo y casi me choco con un morocho enorme. Pienso ya está, listo, acá perdimos todos. Habían sacado a todo el personal, sólo quedaba una mujer mayor que trabajaba ahí. Me preguntan a quién busco y digo al doctor. Aparece un tipo petiso en un traje príncipe de gales, que se usaba en esa época, con pistola. Veo el teléfono arrancado a sus pies. Insisto: al doctor. -¿A cuál doctor? -Al doctor Pedro, se me ocurre decir. -No, no, no. . . váyase para adelante-, me grita. Cuando voy escucho una voz: -Tenemos dos paquetes: un paquete blanco y otro más. Hugo y Abel, pienso, y me recorre un escalofrío.¡Y todo eso pasó en segundos! Parecía que había estado ahí adentro una eternidad, pero fue menos de un minuto. De repente veo a esa señora y abro los ojos para que entienda lo que le estoy queriendo decir: -Mi radiografía, digo. -No está todavía- me mira fijo. Justo sale un tipo rubio, alto, con el estilo de Astiz. Entonces me apuro para irme de una vez, como enojada: -Pero qué barbaridad, mi radiografía, bueno, mañana vuelvo. Y bajo. Cuando llego a la esquina empiezo a correr. Perdí los documentos, perdí todo en esa corrida. No sabía dónde corría, pero corría. Paré en un teléfono y le mandé un radiomensaje a Hugo, porque no quería creer lo evidente. Pero lo recibieron ellos, y ahí se dieron cuenta quién era yo. Por eso agarraron un montón de cosas mías que había en la casa: fotos de cuando era chica, mi libreta universitaria, una valija llena de cosas. Y se las llevaron.

Nos llevan arrastrando las cadenas al patio de la posible comisaría, de este Club que todavía no sé qué es, de este pozo. Nos apuntan en la nuca: -¡De pie, manos contra la pared! ¡Por acá, parate donde te digo, maricón!
Nos palpan de armas, como si pudiésemos esconder algo. Somos los elegidos. Si se molestan en darnos tantas instrucciones será porque piensan liberarnos. Pero nunca se sabe. Podrían acabarnos con un par de tiros y desquitarse con el resto del cartucho.

A Abel le disparan porque cuando salen a la vereda él se les escapa y corre hasta la esquina. Lo hieren en una pierna y se lo llevan. Esto me lo cuentan después otros testigos. Los tipos esperan hasta las ocho de la noche -el allanamiento fue a la tarde- para sacar el cadáver de Hugo y llevárselo. Deben haber creído que caían a un lugar muy importante, pero se equivocaron. Ni siquiera encontraron armas.

Que pase lo que tenga que pasar
Mientras manos anónimas nos palpan de armas, las mías revuelven sábanas de la memoria para despertar a los ausentes entre los pliegues. Ahí están mis amigos: animados, como de costumbre. Con una zamba entre los dedos y la luna, arrimados a la nostalgia. Las canciones conviven con utopías paridas por la rabia. No importa el nombre, todos se parecen. Los que están acá, engrillados, también se parecen. Nos parecemos. Eramos un despilfarro de risas, no este silencio congelado con forma de final. La lucidez del dolor me obsequia el vano orgullo de no aflojar cuando están por derrumbarse nuestros nombres al borde de la madrugada. Estamos habituados a despedirnos, pero no a esta ciega ceremonia del adiós.
Sin ceremonias nos meten en una camioneta. Que pase lo que tenga que pasar, de una vez por todas. Me empujo disimuladamente el tabique y espío dónde dejan al primero. Un descampado, parece lejos de la ciudad. No se ven casas ni edificios.
Le toca a otro. -¡Caminá!- le gritan. No entiende la orden. Quizás piensa que está frente a un pelotón de fusilamiento. Da unos pasos para atrás. -¡No te hagas el vivo, imbécil!. Camina un poco hacia adelante. Todavía ciego, perdido.
-¡Tomatelás, Gardel! ¿O querés quedarte con nosotros para siempre?
Lo paraliza la duda. O el miedo.
-¡Traeme la pistola que lo reviento por pelotudo!
Otra voz intercede:
-¡Apurate, tenemos más carga para tirar, che! Pibe, contás hasta cien y después te sacás el tabique. Si lo hacés antes no contás el cuento, ¿entendido?
La camioneta arranca a todo lo que da.
-¡Aquí, Turco, cambio!
-En dependencia de Brigada 315. Positivo.
-¿Saben lo del GT2?
-Afirmativo. Pasa a Logística.
-Entonces atentos al tres nueve, cambio. Paran otra vez. Uno, dos, tres, soy la cuarta. Sola con ellos.
TURCO JULIAN, Pocavida y Gonzalito, Sami La Foca Loca, el Colorado, el Coronel, Don Juan, el Soldado, Corchito, Alacrán, Tiro Loco, Centeno, Sangre, El Alemán, Kung Fu, Gato Viejo, Pajarito, Ratón, Tortuga, Hormiga, Pepe Bolsa de Mugre, Doctor K., Ruso, El Japonés, Gordo Rey, Baqueta, Rodilla, Honda, Patán, Candado, Chispa, Chacal, Angelito, Clavel, Padre. . .

Por fin mi turno. Se abre la puerta y me rescata la calle. El ruido del motor se aleja y empiezo a contar en voz alta, aspirando bocanadas de aire puro. Sigo las instrucciones al pie de la letra, como si fueran garantía de salvación. 98, 99, 100.

Yo lo que hacía era contar, contaba uno, dos, tres, y así, lentamente, hasta llegar a sesenta, para formar con segundos un minuto y así, tratando de que pase el tiempo que no pasaba más.

Mientras cuento hasta cien se fueron a todo lo que da. No aguanto más y me bajo la venda. La luz de mercurio me encandila. Abro los ojos de a poquito: que recuerden la noción de los faroles.

Uno pierde algunas nociones: la noción de la velocidad de los vehículos, la noción de la distancia, esas cosas físicas. Pero rápidamente las recupera. Debe ser como cuando uno está muy enfermo en cama, se levanta y le cuesta adaptarse.

Me adapto enseguida al paisaje del barrio: veredas altas, calles empedradas, ahí está Caminito y este es el río. Sí, La Boca.
La Boca: tu barrio, Gabriel, el que me regalaste a los quince años. El que palpamos juntos, demorándonos en cada esquina, espiando zaguanes, investigando balcones y portales. Caminamos los domingos, cuando cierran los negocios y uno puede disponer de veredas, terraplenes, y callecitas despobladas como el otoño. La Boca, donde los pobres pierden sus tesoros durante las inundaciones; donde las vías muertas del tren guardan viejas tonadas románticas; donde en un museo de títeres vive, cristalizado, nuestro teatro de sombras. La Boca, donde los balcones ocultan susurros y sombras.
Los balcones ocultan susurros y sombras / pulsos secretos ahogan los portales / Cortan las calles tres mensajes / Prohibido. Morirá. A partir de ahora / Se alistan los relojes / espían las mirillas / tiemblan los rincones / Solemnes y armados desfilan sangrientos honores / Mientras tanto en secreto y con fugaces citas / levantan la voz tímidas esquinas.

Desde la esquina observo las cantinas de La Boca, donde la vida se rocía de vino tinto hasta cualquier hora. Entro a la primera que veo. Espío a los inquilinos de la noche: festejan algo con abundante comida, música y ruido. Están contentos, la risa se multiplica. Entre fotos de calles inundadas y posters de Gardel, guitarras y bandoneones. Pido un teléfono, no quiero perder más tiempo. Marco el número. Una voz dormida se despabila:
-¡Norita!
-Sí, soy yo. Estoy bien. Voy para allá.
No les doy tiempo a contestar. Temo que me sigan, que me escuchen, que me lleven otra vez. Salgo a la calle.

Salgo a la calle muy temprano. Mi primer día fuera de la cárcel me levanto a la mañana, a ver el amanecer después de nueve años. Salgo y me voy caminando, a mojarme las patas en el pasto, en medio de las vías, qué se yo...a sentir esa cosa, la libertad. A la noche, me acuerdo, salí a tomar un helado. Con las luces estaba mareado.

Estoy mareada, y encima sin documentos y sin un centavo. Le pido cambio al mozo: que me robaron. Con unas monedas corro hasta la parada. Voy como escapando, no me acostumbro a ser libre.

Yo me acostumbré a la libertad enseguida. Siempre que pensaba en la salida creía que iba a ser algo extraño, que uno iba a tropezarse con los cordones de la vereda ¿no? que la desubicación sería total. Pero no, en absoluto. Yo salí y sentía una gran felicidad de estar caminando por la calle.

Caminar por la calle en la oscuridad no es fácil, cuidado: acá hay que bajar veredas por escalera. Menos mal que conozco la zona porque no veo nada. Espero el colectivo junto al río blanco y negro, en la calle empedrada. Piedras que esconden manos, presos de otros tiempos. El 164 estaciona. En este planeta sólo el transporte lleva número, qué placer. Subo y saco boleto.
-No sale hasta las menos cuarto.
-¿Qué hora es?
-Las dos y media.
Tengo todo el colectivo para mí, soy la única pasajera. Elijo el primer asiento para ver mejor. Y distingo muy bien, a pesar de la miopía: un patrullero estacionado enfrente.

Antes los patrulleros eran unos coches destartalados que ni siquiera eran todos de la misma marca: un Ford, un Chevrolet. Me acuerdo que sabíamos que venía el auto de la poli por el ruido a lata que hacía. Hasta usaban bicicleta, pero poco a poco se fueron modernizando. Pasaron de polis a canas. Documento
Lo único que falta es que ese cana suba los dos escalones del colectivo. Dicho y hecho. Ahora falta que se dirija a la única pasajera: yo. -Documento.

Un tipo tenía mi documento en alto y con la otra mano se estaba bajando los pantalones. Uno le decía que no me lo rompiera, porque lo estaba por desgarrar. Me decía: -si no querés que te lo rompa, dale, y despacito lo iba rompiendo. Uno sentía en esa época que sin el documento no era nada, por ahí uno lo iba a renovar y quedaba adentro. No tenerlo me daba terror.

-No tengo, le contesto sin ganas, como quien lee un guión poco original. -¿No sabés que está prohibido salir sin documentos?- le toca a él, como ensayando para el estreno. Tienen la obsesión del documento.

Y me queda la obsesión del documento. Cuando este año lo pierdo voy a hacer la denuncia a la comisaría y me toca un policía que no me da bola, que está jugando con la computadora. -Bueno, me dice al final. -¿Querés la denuncia? Vamos a hacer la denuncia pero tenés que pagar. Entonces me acuerdo de esa escena del tipo despacito mostrándome cómo rompía el documento. Quiero irme y empiezo a ir para atrás. Empiezo a revivir todo, a revivir, y revivir, y revivir. Y lo único que atino a decir es -No, no.

No me salgo del guión y retruco: -Sí, señor, sé que tendría que llevar documentos.
Por fin pronuncia la infalible última palabra: -Acompañame.

Acompañame
Dos pares de brazos me sacan de la fila india que hacemos en la frontera con Brasil. En 1976 vuelvo de mis vacaciones, rebosante de luz y de arena, de Copacabana y Pan de Azúcar. No percibo que el mundo gira 180 grados hacia la oscuridad al cruzar a la Argentina. Cuando lo noto ya es tarde. Manos alertas, suspicaces, investigan mi identidad, hurgan mis más íntimos recovecos, revisan, detectan, registran y se preparan para condenarme si no estoy en regla. -¡Esto es subversivo!- me grita el gendarme. Es el dibujo de un campo de concentración nazi. Papá pintó en tinta china un paisaje realista con fondo nevado y humo, cascos y siluetas de soldados junto al alambrado. En un ángulo del campo, la torre de control, donde se apostan un par de guardias con sus rifles a la vista.
-Pero señor, fíjese la fecha: ¡1944!
-No me contradigas, y agradecé que estoy de buen humor.
Me cala los huesos con su lapicera, me tacha el cerebro, me interroga acerca de mis actividades profesionales o no profesionales, me cataloga en su fichero y, al menor desliz, me registra como culpable. Me inspecciona el bolso, hojea las revistas, me desnuda a cada vuelta de página. Me estruja a fondo, dejándome seca, sin una gota de inocencia. Abre un sobre y mira la carta al trasluz.
-Hay frases grabadas entrelíneas.
-Son marcas de mi escritura en otra página.
-¡Contestá cuando te pregunte!
Se concentra en un paquete. Es el único regalo que traigo: un reloj de pared. Lo veo alejarse con el paquete y tirarlo en medio de un potrero. No explota. Vuelve con las manos vacías. Podés retirarte, y dejate de andar con material sospechoso o vas a terminar en la comisaría.

Más informaciones
A la comisaría. Te dije, te dije que no confiaras. No siento miedo ni decepción. No esperaba nada mejor. Quizá me estén probando. Quieren ver si hablo. Andar en mangas de camisa en pleno invierno, de madrugada, sin plata ni documentos, con marcas en la piel, no es un hecho sorprendente para las fuerzas del orden. Hay que imitarlos, acentuar el aire de naturalidad.
-¿Por qué no llevás la cédula?
-Me robaron la billetera.
-¿Querés denunciar el robo?
-No, señor, no vale la pena.
-¿Cuál es tu número de teléfono? Se lo doy.
-Buenas noches, señora. Acá, en la comisaría, se encuentra una joven que dice vivir en su domicilio. Queremos saber si la conoce y si sabe dónde estuvo esta noche. ¿Podría darnos esta información?

ESTAS INFORMACIONES las da Juan de Luca, argentino, casado, Comisario Inspector de la Policía Federal Argentina, ante el Juzgado donde se procesa el caso del Club Atlético:
Que esa dependencia cumplía exclusivamente funciones administrativas propias de la División Almacenes de la Policía Federal. Que la división Almacenes ocupaba la planta baja, el primer piso y la terraza del edificio en cuestión. Preguntado por Su Señoría para que diga si el edificio tenía subsuelo, respondió: que no. Que tenía sólo planta baja donde funcionaba el garage, y una escalera que conducía al primer piso donde se entregaban uniformes al personal que concurría con la pertinente autorización. Preguntado por S.S. para que diga si en esa dependencia en alguna oportunidad fueron trasladados o alojados detenidos, respondió: que no. Preguntado por S.S. para que diga si en esa época esta División se encontraba bajo control operacional de las Fuerzas Armadas, respondió que lo que se encontraba bajo dicho control era la institución de la Policía Federal, pero no la división de Almacenes como dependencia, dado que por la naturaleza de sus funciones no tenía ninguna relación con las operaciones llevadas a cabo por las Fuerzas Armadas. . . Preguntado por S.S. para que diga si en la zona de esta División había alguna dependencia oficial con personal policial o militar, respondió: Que no recuerda la existencia de ninguna. Preguntado por S.S. si tiene algo más que agregar, respondió: Que no tiene nada más que agregar, con lo que no siendo para más se dio por terminada la sesión. -Causa Club Atlético, Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS)

¿Terminará esta sesión? El reloj de la comisaría marca las cuatro de la mañana. Hace más de una hora que me tienen. No hago más que adelantarme a lo que va a pasar. Y no pasa nada. Quiero que se acabe todo, y salir corriendo.

Finalmente me llevan a casa en patrullero, qué delicadeza de su parte. En el trayecto hablan, me hablan.

Tenía claro que iba a empezar a hablar desde el preciso instante en que pasara la puerta de ahí. Y fue lo que hice. Desde que salí empecé a hablar. Y hablé, hablé sin parar, hasta hoy. Fui a Naciones Unidas, fui al Vaticano, fui a los Estados Unidos, a España, fui a todos lados dando mi testimonio. Contaba que un país perdido, en Latinoamérica, estaba sembrado de campos de concentración. Yo había salido, pero había un montón de gente que estaba pasando por eso que yo había querido cada día que se corte, así fuera con la muerte. Y había gente que seguía padeciéndolo así. Eso era lo que yo hubiera querido que hicieran por mí cuando estaba adentro. Por eso nunca dejé de tener ganas de hablar.

No tengo ganas de hablar. No sé de qué puedo hablar con tres policías. No contesto. En la puerta de casa, dos pares de brazos me alzan. Sonrío, segura, entre sus brazos. Revoloteo como la mariposa de mi globo, sin parar.

Todo sigue tan normal
Sin parar me hacen un nido de agua, y me sumerjo en la tibieza de la bañadera y de sus palabras. Mamá se acerca y me ve las cicatrices, que se resisten a salir con esponja y jabón. Recuerdo sus manos en las nervaduras de esa nueva piel -en esos días me cambió la piel.
Todo sigue tan normal: la cama en su lugar, la lámpara globo. Falta mi poster de Vietnam. Lo habrán hecho papel picado. El Tesoro de la Juventud no les interesó ¿muy pesado? Tampoco sobrevivieron los álbumes de fotos, mis cuadernos, ponchos, el reloj, la radio, esas cosas. Por suerte no arrancaron la puerta, ni el inodoro, ni se llevaron los muebles. No, apenas mis diarios y mis cartas, detalles. Fueron sobrios: no vino el camión del Ejército a cargar con todo.

Habían cargado con muchas cosas: cuando me quise vestir, me acordé que tenía la ropa en la valija, y cuando la abrí no había casi nada. Me puse una blusa de fiesta, lo único que encontré. Se llevaron todo lo que se podian llevar, menos la heladera. Y al día siguiente volvieron por ella.

Pueden volver, siempre pueden volver. Les gusta que uno viva pendiente de su posible llegada. Pendiente y temeroso, como debe ser. Ruidos y voces se me meten en los sueños. Una pupila alerta me vigila desde un rincón, desde una tarde de 1977.

En Rebeldía y esperanza y en Una sola muerte numerosa se cuentan dos historias paralelas, ocurridas una tarde del 77. Dos mujeres jóvenes -una inglesa y una argentina- volvían a sus departamentos en la calle Corrientes.
EL PORTERO la llamó aparte y le dijo que al mediodía habían estado policías de civil que habían preguntado por ella.

¿Qué le habrán dicho al portero de casa? Tuvo que haberles abierto la puerta de entrada.
LA JOVEN MUJER -tenía 26 años- se sorprendió.

Nos sorprendimos.
A LAS DIEZ de la noche golpearon a la puerta. La escena fue igual a la que miles de personas tuvieron que sufrir en los años de Videla-Massera-Martínez de Hoz. La tiraron al suelo, la golpearon, la interrogaron sobre supuestos.

Qué soledad, la joven inglesa con los héroes de la patria. Por lo menos en casa éramos tres.
LA TRASLADARON luego a un lugar distante unos veinte minutos que Diana reconocerá después como el Comando del Cuerpo I . . .

Veinte minutos al norte, quince o veinte hacia el sur: rutas hacia el mismo límite, fuera del mapa oficial.
ALLI LA interrogaron nuevamente. Sus respuestas eran comparadas con las de Elisabeth Käserman que es torturada en la habitación de al lado.

¿Nos comparaban las respuestas, Gerardo?
A LA MADRUGADA la trasladan de vuelta a su departamento. Se quedan tres. Le dicen que van a preparar una ratonera. Todo el que golpee la puerta, va a la jaula.

¿Caerían mis amigos si me quedaba?
CUANDO ESTAN ya instalados, uno dice: -¡Sacate la ropa!

Nos la sacamos, Diana. Y allí empieza otra batalla. La guerra sucia.
LA ATERRORIZADA muchacha, con los ojos vendados, es violada concienzudamente por turno. Dos horas cada uno. Mientras dos duermen, el tercero viola. Vale todo. Un verdadero triunfo de las braguetas argentinas sobre la indefensa inglesa. ¡Por fin un triunfo! Los goles se van acumulando. ¡Argentina! ¡Argentina! Cuando les llega el hambre, bajan a comprar pizza y Coca-Cola. Y siguen.

¿Comerían un sandwich con una 7-up después de tirarme a la celda?

EN MEDIO de la humillación, la estudiante de teología le pregunta al violador: -¿Ustedes son cristianos? El violador, en silencio, le toma la mano a la muchacha de los ojos vendados, se la lleva al pecho velludo y le hace tocar una cruz que pende de una cadena: -Somos católicos, es la lacónica respuesta.

Católicos que odian a católicos de ideas foráneas y disociadoras, y a judíos (elementos siempre disolventes) y a mahometanos y a budistas y ni hablar de los ateos, todos apátridas y extranjerizantes.
TRES DIAS y tres noches durará la becerrada. "Si hablás una palabra sos boleta", es la consigna.

Somos boleta, Diana.
Y SE VAN. Con todo: los aparatos, la colección de discos latinoamericanos, joyas, dinero, ropa.

Fotos y ponchos, relojes, adornos, colección de monedas.

LO QUE NO pudieron llevarse fue destruido. Hasta arrancaron las puertas interiores de la vivienda.

Vidrios, rompieron vidrios. Ventanas de colores.

VICTORIA, TERROR, botín y tierra arrasada. Guerra sucia. A los diez días Diana pudo abandonar el país.

Pudimos, Diana.


Buenos Aires, 7 de abril de 1979

Querida hija:

Leo tus memorias una y otra vez. Siempre vuelvo a ellas, hasta que quedan grabados los detalles que más interesan, o todo. Es como multiplicar las visiones: agregar a la mía una visión tuya. Verte de nuevo, como un pantallazo, con tus bultitos, emigrando.


Desde la ventanilla Argentina es un perímetro, un punto entre las nubes, un territorio que imagino.

 





© 2009 Nora Strejilevich