Tapices de esperanza, hilos de amor – el movimiento
de las arpilleras en Chile, 1974-1994
Agradecimientos
Este
libro representa casi dos décadas de pensar, escribir,
y escuchar a las arpilleristas de Santiago de Chile que valientemente
desafiaron a la dictadura de Augusto Pinochet. Me he reunido con
estas mujeres desde los primeros años de la década
de los ‘70. Me recibieron con mucho afecto en sus talleres,
sus casas, y sus jardines. Escuché sus relatos de fortaleza
y soledad, aprendí de su valentía y su dignidad
en medio de tiempos horrorosos. Este libro no hubiera sido posible
sin su candidez, su prudencia, y su gentileza. Quisiera agradecer
especialmente a Winnie Lira, la coordinadora de los talleres de
arpillera, por su ayuda y sus consejos. Le estoy sumamente agradecida
a ella y a Marvin Home del New York Times, que escribió
uno de los primeros artículos acerca de las arpilleras
y me entrevistó en los ‘80, dando mayor visibilidad
a su trabajo, y mayor seguridad a mi vida. También deseo
agradecer a aquellos que brindaron sus consejos, ya que trabajaba
en un tiempo de mucho conflicto político. A pesar de las
amenazas que recibí tanto dentro y fuera de Chile, a pesar
de las cartas intimidatorias contra mi trabajo, atravesé
los años de la dictadura con mayor convicción y
comprimiso con los derechos humanos. Agradezco a las arpilleristas
de Santiago por convertirme en un ser humano más noble,
un ser humano que sobrevivió más allá del
miedo.
Mis padres, quienes estaban en los Estados Unidos y tenían
conciencia de los peligros que significaban tales emprendimientos,
me apoyaron y se sintieron orgullosos del espíritu de su
hija. Espero que este libro contribuya a la memoria y al espíritu
de los jóvenes desaparecidos de Latinoamérica para
que sus muertes no hayan ocurrido en vano, para que una futura
generación de activistas siga su ejemplo con prudencia
y pasión. Agradezco a Dana Asbury cuya visión, inspiración
y dedicación a este proyecto transformaron a este libro
en realidad. Un especial agradecimiento a los fotógrafos
Emma Sepúlveda y Ted Polumbaum por su contribución
a este proyecto, a mi amiga y traductora Celeste Cooperman, y
a Patricia Rubio y Peter Winn por su cuidadosa lectura del manuscrito.
Prefacio
– por Isabel Allende
La mayoría de las mujeres son tejedoras de historias natas,
no sólo aquellas que tienen la buena suerte de ser publicadas,
sino todas aquella que perpetúan la tradición oral—madres,
abuelas, y bisabuelas que comparten sus secretos mientras remueven
la sopa, siembran los campos, o remiendan redes de pesca. Registran
las verdades de la historia, no las luchas por el poder o la vanidad
de los emperadores, sino los dolores y las esperanzas de la vida
cotidiana. Sin embargo, a veces hasta la tradición oral
se ve amenazada cuando a un pueblo se le priva de su voz. Este
fue el caso en Chile entre 1973 y 1989, durante la larga dictadura
del General Pinochet, dictadura que siguió a los tres años
de experimento socialista bajo el Presidente Salvador Allende.
La dictadura militar utilizó el terror para gobernar. La
censura, el toque de queda, el exilio, la cárcel, la tortura,
y los desaparecidos—personas tomadas por las fuerzas policiales
para nunca volver a ser vistos—llegó a ser un modo
de vida para muchos chilenos. A un terrible precio social y político,
los militares crearon un mercado capitalista pero fracasaron en
equilibrarlo con derechos para los trabajadores. Lograron las
condiciones para el crecimiento económico sobre las espaldas
de los menos privilegiados que fueron tratados como el sector
desechable de la población. En el nombre de la eficiencia
económica, los generales se opusieron a la democracia por
ser “ideología foránea” y la reemplazaron
con una doctrina de “ley y orden”: la ley del más
fuerte y el orden de los cuarteles. Las mujeres pobres en las
villas miserias fueron las víctimas más afectadas
del nuevo régimen. Miles de ellas se conviertieron en las
únicas proveedoras en sus hogares, ya que sus maridos,
padres e hijos desaparecieron o recorrieron el campo buscando
trabajos humildes. La represión destruyó a sus familias,
la pobreza absoluta las paralizó, y el miedo las condenó
al silencio. En estas árduas circunstancias, nació
una forma original de protesta: las arpilleras, pequeños
trozos de tela unidos en costura como edredones primitivos. Cada
uno de estos modestos tapices narraba algo acerca de la miseria
y la opresión que las mujeres soportaron durante ese período.
Con retazos de telas y costuras simples, las mujeres bordaron
lo que no podía contarse con palabras, y así las
arpilleras llegaron a ser poderosas formas de resistencia política.
Como cuenta Marjorie Agosín en este libro conmovedor, las
arpilleras florecieron en medio de una nación en silencio,
y desde los patios internos de las iglesias y barrios pobres,
historias hechas de tela y lana narraron lo que estaba prohibido.
Cuando coleccionistas en todas partes del mundo comenzaron a comprar
y exhibir las arpilleras, el gobierno militar calculó el
alcance de la publicidad negativa y trató de prohibirlas,
confiscarlas, y eventualmente reemplazarlas con tapices “inofensivos”,
producidos y comercializados bajo la supervisión del gobierno.
Hoy, las arpilleras originales están en museos y en manos
de unos pocos individuos que las compraron antes que llegaran
a ser obras de arte de colección. Gracias a Marjorie Agosín,
que investigó este tema durante muchos años con
la rigurosa disciplina de un académico y la sensibilidad
de un artista y un exiliado político, podemos tener ahora
una idea de lo que es esta forma de arte popular y las condiciones
bajo las cuales fue creado. Ella nos ofrece un vistazo de las
arpilleras y nos cuenta de las angustiantes pérdidas y
extraordinaria fuerza, dignidad y amor de las mujeres que las
crearon. Agosín le da valor a las experiencias de esas
valientes mujeres, les da voz, y salva sus historias del olvido.
Como aquellas mujeres y sus arpilleras, este libro es tan subversivo
y desafiante como hermoso.
Epílogo
– por Peter Winn
Eran días después del plebiscito de octubre de 1988,
en el cual los chilenos habían votado en contra de la dictadura
de Pinochet, después de quince años de dictadura.
En una tarde primaveral en el Parque O’Higgins de Santiago,
el pueblo estaba celebrando su victoria. Sin embargo, entre la
alegre muchedumbre caminaba una mujer cuyo rostro mostraba una
pena sin respuesta que sostenía un cartel con una foto
de su hijo desaparecido y la pregunta: “¿Dónde
están?” Para ella—y para las otras arpilleristas—el
final de la dictadura que deseó y para lo cual trabajó,
sería un triunfo vacío. La falta de atención
a su pena crecería con el tiempo, ya que los chilenos trataron
de dejar atrás al y disfrutar del crecimiento económico
y la política democrática del presente.
La década de los ‘90 vería la restauración
de la democracia chilena y un gobierno de coalición de
centro-izquierda que incluía al Partido Socialista, partido
que fue víctima principal de las violaciones a los derechos
humanos por parte de la dictadura. Pero lo mejor que pudieron
conseguir las arpilleristas de este gobierno fue la falta de reconocimiento
que sus seres queridos estaban efectivamente muertos, desaparecidos
y asesinados por agentes de la dictadura. Sus torturadores y asesinos
permanecían sin nombre y sin castigo. Esta política
de “verdad y reconciliación” se quedó
corta en cuanto a la “verdad y justicia” que tanto
habían exigido durante todos estos años y que esperaban
lograr de un gobierno democrático. Esta “verdad”
política intermedia era tan limitada como la incipiente
democracia chilena, y por ende, incapaz de ofrecer la “reconciliación”
tan anhelada.
Pero fue emblemático del desplazamiento de los hechos en
Chile y las alianzas que se forjaron el que las insistentes exigencias
de las arpilleristas por “verdad y justicia” llegaran
a ser políticamente “inconvenientes”, quizás
hasta vistas como una amenaza a la restauración democrática
en Chile. Esta democracia restaurada sigue siendo limitada, restringida
por la constitución autoritaria y decretos de Pinochet
que sus opositores aceptaron como el precio y los medios de la
transición política. Para sobrevivir, debe mantener
a las fuerzas armadas sin provocación y en sus cuarteles.
Los decretos de la dictadura incluyen la tristemente célebre
auto-amnistía por crímenes cometidos durante los
primeros cinco años en el poder, crímenes contra
ciudadanos chilenos como los familiares de las arpilleristas.
En este contexto, los aliados de las arpilleristas las abandonaron.
Con un Demócrata Cristiano de presidente y una jerarquía
eclesiástica más conservadora, la Iglesia Católica
retiró su apoyo. Como miembro de la coalición de
gobierno, una alianza comprometida con la “verdad y reconciliación”,
el Partido Socialista se limitó a dar un apoyo que era
más retórico que real.
Esto hizo que las arpilleristas tuvieran que llevar a cabo una
lucha cada vez más solitaria por la “verdad y justicia”
en un país cuyos líderes políticos preferían
olvidar lo que sus arpilleras nos recuerdan—un pasado que
no puede ni olvidarse, ni perdonarse por aquellos que fueron sus
víctimas hasta que no se les otorgue tanto la verdad como
la justicia. Las mujeres de las arpilleras se han encontrado cada
vez más aisladas y marginadas, ahora no por la dictadura
sino por los mismos líderes políticos que se beneficiaron
de su lucha y dijeron haber apoyado esa lucha, pero que ahora
desean disfrutar de la política parlamentaria que esa lucha
ayudó a reconquistar. Una vez más, las arpilleristas
son víctimas, ahora no de los esfuerzos de la dictadura
por revertir la historia, sino de los esfuerzos de la democracia
restaurada por construir una historia oficial “desinfectada”
e inofensiva.
Es una historia en la cual la era de Allende se ve como una época
de caos y error, justificando el golpe militar que los Demócratas
Cristianos apoyaron en septiembre de 1973. La dictadura de Pinochet
que le siguió es visto como un período de avance
económico durante el cual el crecimiento actual y prosperidad
de Chile están basados (a un costo social y político
lamentable que el actual gobierno de coalición está
intentando remediar) en sus políticas neo-liberales. En
esta historia oficial, la sabiduría de la “clase
política” fue responsable por la transición
“pacífica” a la democracia, y a la democracia
neo-liberal restaurada de los ‘90 se la interpreta como
la materialización de la lucha popular que exigió
el fin de la dictadura.
Pero la democracia restaurada de Chile no ha cumplido con las
exigencias de paz y justicia de las arpilleristas, quienes han
llegado a formar parte de una lucha por la memoria histórica
chilena. No están solas en este reto. En las villas miserias
de Santiago, los talleres producen historias locales desde abajo
que desafían a la historia oficial desde arriba. Este libro
es parte de esa lucha por la memoria histórica—y
alma política--de Chile.
En Chile, la historia siempre ha constituido un terreno fragil,
y el turbulento pasado reciente no es ninguna excepción.
Al contrario, durante la era contemporánea, las fuerzas
sociales y políticas han buscado reformar la visión
del pasado de los chilenos para poder dar forma a su presente
y moldear su futuro. Durante la época de Allende, la izquierda
promovió la revisión de la historia chilena, mientras
trataba de construir un futuro socialista. La derecha no solamente
se opuso a estas perspectivas con sus propias versiones más
tradicionales del pasado sino que también cuestionó
la legitimidad del proyecto de la izquierda, con cada vez mayor
apoyo de los militares.
Aun antes del golpe de 1973, las fuerzas armadas habían
señalado que consideraban anti-patriótico, hasta
una traición, el revisionismo histórico propuesto
por la izquierda. Una vez en el poder, la dictadura de Pinochet
impuso su versión de la historia chilena por medio de la
fuerza y órdenes autoritarias, censurando perspectivas
alternativas y quemando libros que desafiaban la interpretación
militar del pasado o del presente. Fue un revisionismo de la derecha
autoritaria que denigró a partidos políticos y movimientos
sociales rebajándolos a “intereses”, y exaltaron
el rol de las fuerzas armadas como el único representante
de la “nación”. Era una historia oficial que
justificó la violación de los derechos humanos y
la suspensión de libertades civiles al prohibir los partidos
políticos y las reuniones y demostraciones políticas.
Fue ésta la historia oficial que las arpilleristas cuestionaron
con su mera existencia y sus protestas y tapices. La desafiaron
con sus historias que tejieron en sus arpilleras mientras inventaban
una nueva y revolucionaria forma de ser madre que los militares
no supieron cómo manejar. Su valentía ayudó
a mantener viva la resistencia en Chile después del golpe,
sembrando las semillas de las protestas sociales que explotaron
en los ‘80, cuestionando la estabilidad y el futuro de la
dictadura. Como consecuencia de estas protestas masivas, los partidos
políticos de la oposición renacieron y Washington
presionó a Pinochet por aceptar el proceso electoral que
culminó en su derrota en el plebiscito de 1988, y su expulsión
en 1990.
Pero, debido a que los esfuerzos por imponer una historia oficial
no se acabaron con la dictadudra, este libro, con sus testimonios
autobiográficos e imágenes indelebles, retiene una
importancia política y moral, además de un significado
artístico e histórico. Es la historia oficial de
Chile contemporánea lo que cuestiona este libro con sus
palabras y sus imágenes, ya que, si la censura es una forma
de violencia, también lo es el olvido, y las arpilleristas
han sido víctimas de ambas.
…..
Es verano en el Hemisferio Sur. El aire es transparente y fragante.
Pareciera que el dulce aroma de duraznos frescos, sandías
jugosas y hojas frescas de albaca y boldo hubiera permeado las
ciudades. Las familias se reúnen durante esta alegre época
del año. Es la temporada de reuniones y alianzas familiares,
de plazas colmadas de niños y globos multi-colores.
Es verano en mi ciudad, Santiago de Chile. He regresado una vez
más este diciembre de 1993 a mi tierra natal. A las parejas
les gusta besarse en los parques, reafirmando la vida y su fe
en el amor, mientras las amas de casa hacen los preparativos para
las fiestas tradicionales de fin de año. Sin embargo, para
un grupo en particular de mujeres, las festividades las hacen
sentirse aún más solas y alienadas por las historias
familiares truncadas, sillas vacías, y lugares en la mesa
que sólo sirven como afirmación de una ausencia.
Estas mujeres son parte del legado de la dictadura chilena bajo
el gobierno autoritario del General Augusto Pinochet (1973-89).
Son las madres, esposas, hermanas e hijas de prisioneros políticos
desaparecidos de quienes ni siquiera queda una huella, aun en
tiempos democráticos. A pesar de que los desaparecidos
continúan ocupando obsesivamente las vidas de sus familias,
sus identidades se han esfumado de la memoria colectiva del país.
Para los familiares de los desaparecidos, la vida permanece inmóvil.
Viven en las sombras de un tiempo paralizado. Son la conciencia
de una nación que lucha entre memoria y olvido, reconciliación
política y justicia para los vivos y los muertos. Para
estas mujeres, no hay fiestas ni ropa especial, sólo la
pena de una vida cotidiana colmada de la memoria personal e íntima
de los desaparecidos.
Este libro narra la historia de mujeres comunes que vivieron aterrorizadas
y en extrema pobreza y que se atrevieron a poner en evidencia
la maldad clandestina del gobierno militar. Esta es una historia
de hilos mágicos creados por un grupo de mujeres chilenas
que desafiaron a la dictadura militar bordando su pena en retazos
de telas y elaborando mediante su artesanía una de las
formas más audaces de protesta popular en América
Latina. Estas mujeres mostraron su dolor al público y se
convirtieron en activistas por necesidad mientras buscaban a sus
seres queridos en lugares públicos como cárceles,
morgues, y los tribunales de justicia que eran controlados por
la dictadura. El resultado fue la creación de una de las
formas más originales de protesta popular en Latinoamérica—las
arpilleras—tapices hechos de trozos de tela que narran,
a través de la tela misma, la vida bajo la dictadura de
Pinochet. Para entender la emergencia del movimiento de las arpilleras,
es importante reflexionar sobre la historia moderna de la política
chilena.
Chile,
1973 – 1987
Chile, un país aislado y remoto situado entre la cordillera
de los Andes y el Océano Pacífico que, desde que
logró independizarse en 1817, había sido caracterizado
como una democracia occidental ejemplar. Un espíritu legalista
y cívico dominaba nuestras vidas. Refugiados por la geografía
de nuestro país, nos sentimos seguros como nación.
Entre nuestros héroes culturales se encontraban dos poetas
que habían ganado el Premio Nobel: Gabriela Mistral y Pablo
Neruda, cuyos versos todos recitábamos en voz alta. La
poesía podía llenar estadios. Nunca nos imaginamos
que en un futuro no muy distante estos mismos estadios estarían
llenos de prisioneros políticos, víctimas de tortura,
incluyendo músicos como Victor Jara que compuso sus últimos
versos como preso con los ojos vendados en el Estadio Nacional,
cuyas últimas palabras fueron “Qué difícil
es cantar cuando debo cantar del horror”.
El gobierno socialista de Salvador Allende triunfó en 1970
por un pequeño margen de votos (36 por ciento). Las calles
en ciudades grandes y chicas se llenaron de estudiantes y sindicalistas,
produciendo una euforia contagiosa entre sus partidarios. Salvador
Allende invocó la posibilidad de una nueva era en la historia
de nuestro país, “un socialismo, estilo chileno con
empanadas y vino tinto, un socialismo basado en la paz y en la
democracia”. Algunos de sus objetivos mayores eran proveer
un litro de leche por día para todos los niños chilenos
y reformas importantes en el sistema de salud de la nación.
Sin embargo, para una gran mayoría de la población,
el triunfo de Salvador Allende presentaba una amenaza económica
y política a la sociedad chilena tradicional. La muy arraigada
oligarquía inmediatamente comenzó a diseñar
estrategias que resultarían en el derrocamiento del gobierno
socialista. Recuerdo hoteles en el centro de Santiago llenos de
periodistas extranjeros que querían llegar a ser parte
de un período inusual en la historia de América
Latina. Lentamente, el gobierno de Allende comenzó a deteriorarse,
a paralizarse en un estado caótico sin poder articular
sus planes nacionales como, por ejemplo, en el caso de la escasez
de alimentos y otros insumos básicos.
Ha sido bien documentado que la severa escasez de alimentos y
otras necesidades que ocurrieron durante los años de Allende
se debía a dos causas principales: el acaparamiento por
parte de los afluentes (plan auspiciado por la CIA), y las huelgas
de los trabajadores de transporte. Sumado al caos económico,
hubo una caída en el precio del cobre, huelgas de mineros,
y un intento de la administración de Richard Nixon de desestabilizar
el gobierno de Allende. Queda claro que su presidencia no iba
a tener la oportunidad de sobrevivir.
Las pocas mujeres que estaban libres y tenían el tiempo
de llegar a ocuparse de política, y a las que se les pidió
que militaran políticamente, fueron las mujeres de las
clases media y alta que vivían en los suburbios. A pesar
de haber sido apolíticas y muchas de ellas hasta consideraban
mal visto el que mujeres se ocuparan de política, ellas,
junto a sus mucamas, estaban envueltas en un clima político
controlado por los opositores del gobierno de Allende. Las mujeres
abandonaron sus roles pasivos y salieron a las calles a marchar
y exigir el cambio. Algunas de ellas hicieron contactos con mujeres
pobres, esposas de huelguistas en particular, y las convencieron
a trabajar contra Allende.
Hacia fines de 1971, las mujeres de los barrios de clase alta
iniciaron una acción efectiva y coordinada: organizaron
las famosas marchas de las ollas vacías para protestar
la escasez de víveres que sin duda existía en ese
tiempo. Las mujeres eligieron como símbolo un objeto del
hogar, del universo tradicionalmente femenino, aunque algunas
de ellas jamás había siquiera cocinado. Paradójicamente,
no se estaban muriendo de hambre como las mujeres de las villas
miseria de Santiago quienes, a finales de la década del
‘70 dieron sonido al hambre con el golpe de sus ollas.
Uno puede solamente especular acerca de qué hubiera pasado
si Allende hubiera sabido reunir grandes números de mujeres
en el proceso político. “Una vez que vimos marchar
a las mujeres chilenas”, dijo Michelle Mattelart, “supimos
que los días de Allende estaban marcados”. Un comentario
similar hizo un miembro de las fuerzas armadas brasileñas
que habían usado a las mujeres para desestabilizar el gobierno
izquierdista de João Goulart en 1964: “Enseñamos
a los chilenos cómo usar a sus mujeres contra los marxistas.
Las mujeres constituyen el arma política más eficiente;
tienen tiempo, son capaces de gran emoción y se mobilizan
rápidamente. Por ejemplo, si quieres hacer correr el rumor
que el Presidente bebe demasiado o que tiene serios problemas
de salud, usa a las mujeres… Al día siguiente el
rumor estará por todo el país”.
Esta cínica forma de manipulación a las mujeres
por parte de la derecha ayudó a poner a Pinochet en el
poder. El día después del golpe, Pinochet agradeció
públicamente y específicamente a las mujeres por
su ayuda en la “batalla por la democracia”. La misma
retórica se usó durante su dictadura: las mujeres
son los “pilares” que sostienen la “reconstrucción
del país”. Irónicamente, sin embargo, cuando
las mujeres eran vistas como opositoras a la junta, fueron detenidas,
violadas, torturadas y desaparecidas.
En su escalofriante libro Miedo en Chile, Patricia Politzer incluye
una entrevista a una mujer de nombre Raquel, acérrima defensora
de Pinochet. Ella describe sus sentimientos de esta manera: “Él
(Pinochet) y la Señora Lucía son muy buenas personas,
las más sencillas del mundo. La primera vez que lo vi fue
cuando visitó el pueblo de Zajón de la Aguada. Las
mujeres lo adoraban, le besaban las manos, estaban muy felices
y agradecidas. Nunca dudé de él siquiera un momento”.
Zajón de la Aguada es un pueblo satélite marginal
al norte de Santiago que se puede caracterizar como una zona muy
modesta de clase trabajadora. Tiene viviendas estatales, agua
corriente, y electricidad. No es de ninguna manera uno de los
pueblos marginales más pobres, y ahí se encontró
muy poca oposición a Pinochet.
Es notable la comparación de lo dicho por Raquel con el
comentario de Moy de Toha, esposa de José Toha, el ministro
de defensa de Allende, a quien se encontró misteriosamente
muerto en su celda en Santiago poco tiempo después de su
traslado de la Isla de Dawson. La Isla de Dawson está ubicada
cerca del 53 paralelo sur, justo al este de la isla principal
de Tierra del Fuego, y fue uno de los lugares remotos que usó
la junta como sitio de exilio interno donde se edificaron campos
de concentración para albergar a prisioneros políticos.
Al poco tiempo después del golpe, Moy de Toha mantenía
una relación cordial con Pinochet, pero después
que su esposo fuera detenido y enviado al exilio, su posición
cambió. Al describir lo que era vivir bajo un régimen
militar, dijo: “Empecé a sentir que estábamos
en manos de carniceros irracionales cuyo comportamiento no se
podía prever, calcular ni controlar … Para los militares,
las mujeres somos seres de segunda categoría, delicadas
y frágiles, que debemos ser tratadas siempre como damas”.
Estos dos testimonios que muestran dos actitudes opuestas de mujeres
hacia Pinochet y los militares iluminan la complejidad del rol
de las mujeres en la política chilena. Es revelador el
que muchas mujeres educadas de la clase alta apoyaron al gobierno
socialista, muchas mujeres pobres de las villas miserias y barrios
marginales apoyaron al régimen fascista. Aunque es difícil
generalizar, la mayoría de las mujeres de las villas miseria
creyeron en Allende.
La
Era Militar 1973-1989: Al borde del terror
Más que destruir el gobierno popular de Salvador Allende,
el golpe permitió a los chilenos presenciar el colapso
de una sociedad que creía invencible a su gobierno constitucional,
una sociedad sumergida en la legalidad y el respeto por las leyes
civiles. Los primeros años de la dictadura militar chilena
y el toque de queda, en particular, crearon un clima fantasmagórico
en las ciudades. Había una atmósfera de quietud
y desolación. Las plazas estaban vacías, los patios
sin la risa de los niños. El aire estaba cargado de miedo;
uno podía sentir la noche y los autos patrulleros circulando
por las calles que dejaron de pertenecer al pueblo. Las plazas
habitadas por gente serena, gente mayor leyendo el diario y niños
jugando pasaron a ser escenas de un pasado remoto. La sociedad
chilena lentamente empezó a hundirse en el miedo y el silencio.
Toda conversación con un desconocido era potencialmente
sospechosa, y cualquier denuncia contra el gobierno militar podía
llegar a ser fatal. Cada chofer de taxi era un posible espía
de la temida policía secreta. La ciudad parecía
abandonada, los ruidos y gestos de vida robados a sus ciudadanos.
Poco a poco, nos convertimos en una nación de extraños.
Las acciones de las fuerzas armadas después del golpe no
resultaron en la deseada tranquilidad y orden que intentaban mantener.
La junta declaró un estado de emergencia en todo el país,
arbitrariamente violó los derechos de sus ciudadanos a
través de detenciones ilegítimas y clandestinas,
destruyó a todos los partidos políticos y sindicatos,
y amenazó de muerte a cualquier persona sospechada de ser
subversiva. Recuerdo que el aspecto más impactante y doloroso
de los primeros años de la dictadura fue la sensación
de vacío, un silencio quieto y derrotado que nos arrancaba
la posibilidad de vivir y reírnos.
Los desafíos iniciales del joven gobierno socialista habían
sido reemplazados por un estado autoritario. Los muros de la ciudad,
alguna vez pintados con murales que contenían mensajes
sociales, yacían mudos y blancos. El archipélago
chileno, alabado por su belleza geográfica, se había
convertido en un sitio silencioso e inhóspito para disidentes
exiliados. Nombres como Dawson, cerca de la Antártida,
y Pisagua, una mina de nitrato abandonada en el desierto norteño
donde la dictadura tenía muchos prisioneros políticos,
llegaron a ser sinónimos de terror. La vida cotidiana estaba
destruida. Éramos ciudadanos viviendo en una interna y
remota isla del miedo.
La
Repuesta de la Iglesia Católica
En octubre de 1973, como sugerencia de y bajo los auspicios del
Cardenal Raúl Silva Henriquez, se reunieron varios grupos
ecuménicos con el propósito de crear una organización
que tuviera como principal objetivo la protección de los
derechos humanos que estaban siendo tan flagrantemente violados
por la junta militar chilena. Las contribuciones de los participantes
en el Movimiento de Liberación Teológica de la Iglesia
Católica ayudaron a construir los cimientos de muchas organizaciones
de base a lo largo del país también.
Durante la última mitad de septiembre y octubre de 1973,
unas 7.000 personas fueron detenidas por la junta, y fue recién
para fines de diciembre de ese mismo año que se formó
finalmente un comité para investigar el destino de aquellos
que habían sido detenidos y aún desaparecidos. Durante
este tiempo, sus familias no habían logrado ninguna respuesta
en cuanto a su paradero. Era práctica común de los
militares detener personas y hacerlas desaparecer. Hasta la fecha,
no se sabe nada sobre la mayoría de esas personas. El Comité
Pro Paz fue creado por un grupo ecuménico de líderes
religiosos en 1974 con el objetivo inmediato de brindar apoyo
a aquellos cuyos derechos humanos habían sido violados.
Jamás se les ocurrió a las personas involucradas
en la formación del comité que llegaría a
ser el refugio más importante para la protección
a la integridad y la vida de los perseguidos en la Chile de Pinochet.
Una de las preocupaciones mayores del comité fue esclarecer
la situación de los detenidos-desaparecidos. Para tratar
el problema más urgente, el comité reclutó
a un grupo de abogados para hacerse cargo de las investigaciones
legales. La mayoría de los abogados trabajó en forma
ad honorem al representar a las familias afectadas. Además,
el comité comenzó a establecer ollas populares en
comunidades especialmente afectadas por el desempleo y las desapariciones.
En algunos barrios la población masculina había
sido decimada, y con frecuencia aquellos hombres que aún
estaban libres no podían trabajar. La crisis económica
era tan extrema que a veces los hombres que sí tenían
empleo no podían salir a trabajar por no tener ropa, zapatos,
o anteojos. Pro-Paz inició la colecta de ropa y otros artículos
de necesidades básicas que eran distribuidos en distintos
centros. Los anteojos eran de especial importancia para las mujeres,
muchas de las cuales se convirtieron de la noche a la mañana
en jefas de hogar.
Muchas de estas mujeres se volcaron a la costura para ganar dinero.
La mayoría eran amas de casa y vivían en villas
miserias. Algunas lavaban ropa o se ocupaban de otros trabajos
marginales para ganar un poquito de dinero; muchas nunca habían
trabajado fuera del hogar. Las mujeres llegaron a conocerse en
la medida en que acudían a las cárceles, comisarías
y centros de detención para investigar el paradero de sus
familiares que habían sido detenidos. También se
encontraban en lugares donde iban a pedir asistencia porque sus
esposos no tenían trabajo. Fue a través de las mujeres
que se hundieron en la pobreza que el Comité Pro-Paz y
la Iglesia Católica se enteraron de la magnitud y severidad
de la represión en Chile. Fue también a través
de los testimonios brindados al comité por los familiares
de desaparecidos que la Iglesia Católica pudo recopilar
las primeras estadísticas sobre los desaparecidos.
Hacia fines de septiembre de 1973, pocas semanas después
del golpe, el comité había recibido noticia de 3.000
desapariciones. Un promedio de 400 personas por mes fueron detenidas
en los primeros meses después del golpe. Amnistía
Internacional calculó que hasta 90.000 personas habían
desaparecido en Latinoamérica bajo varias dictaduras en
los veinte años anteriores.
Después de dos años, el Comité Pro-Paz dejó
de funcionar por orden de la junta. A raíz de choques políticos
con los militares, Augusto Pinochet ordenó su disolución.
El Cardenal Raúl Silva Henriquez, Arzobispo de Santiago,
inmediatamente formó una nueva institución bajo
el auspicio exclusivo de la Iglesia Católica llamada el
Vicariato de Solidaridad. Esto llegó a ser un refugio para
aquellos que buscaban libertad política y fue la única
organización del país que denunció las violaciones
a los derechos humanos por parte del gobierno militar. Esta organización
no pudo ser desmantelada porque funcionaba enteramente dentro
de las estrictas leyes ecuménicas de la Iglesia Católica
de Roma y la oficina del Arzobispo.
El Vicariato de Solidaridad estableció 20 oficinas regionales
en distintas zonas del país que empezaron a ofrecer ayuda
legal, asistencia de salud y oportunidades de trabajo a aquellos
que se habían convertido en indigentes a raíz de
la crisis causada por el golpe. Más de 700.000 personas
fueron asistidas en los primeros meses. El Vicariato de Solidaridad
estaba comprometido en ofrecer trabajo para los indigentes a un
sueldo mínimo. Organizó talleres de artesanía
en Santiago y estableció otros tipos de talleres a lo largo
del país. La Isla de Dawson llegó a ser conocida
por artículos artesanales en cobre y hueso hechos por los
prisioneros políticos.
Durante los turbulentos años del régimen de Pinochet,
mujeres de diversos medios, incapaces de trabajar dentro o fuera
de un sistema que se negaba a reconocerlas como fuerza política
viable, tuvieron que crear una red política que sobreviviría
y funcionaría dentro de un sistema que sólo les
permitía ser madres y amas de casa. Al decidir usar la
condición misma de amas de casa y madres como principal
arma política, escondieron a personas que sufrían
persecución, y colocaban mensajes secretos dentro de panes
horneados por ellas que avisaban a sus familiares de sus paraderos.
Dentro de este contexto social nació una forma de arte
que no ha sido igualada en el arte popular latinoamericano, un
arte nacido de la adversidad y la vida cotidiana, un arte que
desafió al fascismo: la arpillera. En inglés significa
“burlap”, tela rústica que se utiliza para
embolsar; en español ha llegado a significar la tela de
la resistencia.
Especialistas en ciencias sociales e historiadores han señalado
que los años de la dictadura ofrecieron a las mujeres una
forma alternativa de poder político. La dictadura militar
deslegitimizó a las mujeres de las clases trabajadoras
y también a mujeres profesionales que disentían
con el régimen. Curiosamente, el período más
difícil en términos políticos fue también
una época en la cual fue posible crear nuevas estrategias
y espacios alternativos que permitieron una forma poca ortodoxa
de involucrarse políticamente y repensar la difícil
posición de las mujeres, los derechos humanos, y el autoritarismo
en general. Las arpilleristas se organizaron, primero como madres
y esposas de los desaparecidos, y después como ciudadanas
políticas. Siguieron sin pertenecer a partidos políticos;
muchas de ellas se ocupaban de sus funciones dentro de un mundo
doméstico confinado, lo cual significaba que su existencia
cotidiana giraba en torno al hogar, la escuela, y la iglesia.
La dictadura militar obligó a esas mujeres a enfrentarse
con la vida pública, a hacer visibles su dolor y su pena.
No solamente crearon tapices sino que también iniciaron
protestas callejeras, consiguiendo a través de su propia
iniciativa un poder que hasta entonces les había sido negado.
Tales actividades nacieron como respuesta a la maternidad usurpada.
Las arpilleristas estaban unidas en una alianza de hermandad que
trató de oponerse al poder autoritario masculino, a la
opresión y la explotación. A través de objetos
cosidos por manos de amor, las arpilleristas dieron una nueva
dimensión a la vida política.
Los primeros talleres de arpillera fueron formados en marzo de
1974 como parte de los talleres de artesanía bajo el auspicio
del Vicariato. En los momentos más críticos, unas
14 mujeres llegaron al Vicariato. No sabían qué
hacer para aplacar la pena, para remediar la crisis económica,
y para alimentar a los niños que estaban sin padres. Antes,
ya se habían visto y habían conversado en momentos
de búsquedas personales y colectivas de sus familiares
desaparecidos. Ahora, se reunieron en grupo, temerosas y por primera
vez, en un patio interno del Vicariato, lejos de los oscuros pasillos
de la muerte. Una oficial de la iglesia, Valentina Bonne, dio
a las mujeres retazos de ropa y ellas, ya conocedoras del arte
de la costura, hicieron espontáneamente los primeros tapices,
o arpilleras. Comenzaron a contar sus historias en pedazos de
tela. Había nacido un nuevo movimiento, había sido
revelado un hilo mágico.
Los
Hilos de la Esperanza
Las arpilleras nacieron en un período desolado y opaco
de la cultura chilena, cuando los ciudadanos hablaban en voz baja,
cuando la escritura estaba censurada y habían desaparecido
los partidos políticos. Sin embargo, las arpilleras prosperaron
en el seno de una nación enmudecida, y desde patios internos
en las iglesias y los barrios pobres, las historias hechas de
tela y lana narraban lo que estaba prohibido. Las arpilleras representaban
las únicas voces de disenso que existían en una
sociedad obligada al silencio. La severa dictadura militar que
insistía en la domesticidad y pasividad fue desarmada y
amordazada por las arpilleristas quienes, a través de un
antiguo arte femenino pusieron de relieve la brutal experiencia
del fascismo con hilo y aguja.
Aunque no contegan palabras, las poderosas y explícitas
imágenes de las arpilleras describen eventos emblemáticos
en la vida de la nación. Estas arpilleras, hechas por manos
llenas de amor alguna vez paralizadas por la desolación
y el desmembramiento de sus familias, crean la belleza y dan una
dimensión humana a la violencia. Vidas destruidas se recomponen
luminosamente sobre las telas rústicas.
En manos de las mujeres que crean las arpilleras encontramos historias
de pérdida, negación de un futuro, momentos felices,
nietos y amor familiar robados. Las mujeres están unidas
en su dolor, por la ausencia de sus seres queridos, y también
por la búsqueda incesante de sus familiares desaparecidos
y las respuestas siempre vacías. Muchas cuentan, tanto
en sus conversaciones como en sus arpilleras, que cuando buscaban
a sus hijos en los centros de detención siempre fueron
recibidas con hostilidad, pero lo peor de todo es que se les negaba
la existencia de la persona a quien buscaban.
Solas en la oscuridad de sus hogares humildes, las arpilleristas
se convirtieron en mujeres aun más determinadas. Con sus
manos formaban crónicas del pasado y exigían un
futuro mejor. La arpillerista hablaba con su corazón mientras
acomodaba la tela de su tristeza. Bordaba sus emociones en la
tela. Contaba su historia mientras cosía, y cada puntada
nos acercaba más a su vida. Ilustraba su casa con colores
y flores, una casa llena de ausencia y memorias. Otras crearon
árboles caídos para simbolizar sus vidas de hogares
destrozados y enormes ventanas que miraban hacia afuera como si
creyeran que algún día los desaparecidos volverían
a casa, tocarían el timbre, y las besarían. Las
mujeres siempre hacían arpilleras en los aniversarios de
los secuestros para conmemorar las vidas de los que seres perdidos.
Sus arpilleras nos tocan porque el lenguaje inscrito en la tela
es el lenguaje del amor, un lenguaje de poesía y color
en una sociedad inmersa en el silencio y la oscuridad.
Hilos
de Amor: Los Talleres de Arpilleras
Durante muchos años visité los talleres en Santiago
y pregunté a las mujeres por qué hacían arpilleras
con tanta tenacidad. Las voces se mezclaban en su deseo de compartir
sus historias. “Estamos aquí para denunciar lo que
nos pasó y poner nuestra angustia dentro de las arpilleras
para que otros se enteren. Nuestro primer motivo fue usar nuestro
terrible dolor para contar de nuestras vidas devastadas”.
Irma Muller, una de las fundadoras del primer taller de arpillera,
dijo que su primera arpillera explicaba sus sentimientos. “Mostré
una casa destruida, un edificio destruido, un hogar quebrado como
ha sido el mío desde que desaparecieron mi hijo y mi nuera”,
dijo. Y es verdad que su arpillera, hecha de trozos, pequeños
retazos, cuenta una historia que sobrevivirá a la pérdida
y el olvido. Violeta Morales, una de las mayores del taller y
hermana de un desaparecido, dijo, “Hice mi arpillera porque
tengo un doble crimen que denunciar: el secuestro de mi hijo y
el de mi hermano. Me uní al taller para seguir luchando
y para que la verdad pueda conocerse porque mis heridas siguen
abiertas”.
En la medida en que nos conocíamos más, las mujeres
hablaron más abiertamente de su gran dolor, la agonía
física que sentían concretamente., y de su intensa
necesidad de “volver a vivir”, de recobrar una vida
genuina, verdadera, de descubrir “la verdad de sus propias
vidas” además de la de los desaparecidos. La palabra
vida estaba siempre en sus palabras; constantemente expresaban
su deseo de dar “vida por vida”, la esperanza de “encontrarlos
con vida”. Más que nada, su anhelo, su deseo de una
vida simple, común, normal emergía en las arpilleras
en representaciones de sus hijos desaparecidos jugando cuando
eran niños, corriendo libremente por el campo abierto como
lo hacen los niños de todas partes. A la vez, a las mujeres
de estos dos talleres las motivaba la necesidad de denunciar a
los culpables de los crímenes cometidos contra sus seres
queridos. Cualquiera que vea sus arpilleras se sentirá
conmovido por su poderosa elocuencia.
La búsqueda de los seres queridos va de la mano con la
búsqueda de materiales y colores para hacer las arpilleras.
Los largos años de espera y de hacer arpilleras se ha convertido
en un modo de vida para muchas de estas mujeres. Las arpilleras
representan un diálogo constante con los desaparecidos:
la relación de las mujeres con sus creaciones ha llegado
a ser un hijo que conecta a los muertos con los vivos.
Los talleres de arpilleras están diseminados en los sótanos
de las iglesias en distintos barrios de las villas miserias de
Santiago. Ir al Vicariato es un ritual cotidiano, como la incesante
conversación acerca de sus hijos desaparecidos, hablando
de ellos como si estuviesen presentes. Recuerdo una noche de invierno
cuando Marisol y yo estábamos tomando un café en
Santiago, y me dijo, “Estoy muy apurada en estos días
tejiendo medias de lana para Miguel; no puede pasar el invierno
sin medias de lana”. Para ese entonces, Miguel había
estado desaparecido doce años. Ninguna de las mujeres a
quien conocí en la asociación ha encontrado a sus
familiares. Festejos de cumpleaños se celebran con regularidad
para los hijos desaparecidos. Se invita a todo el barrio a compartir
la ocasión, como si los desaparecidos estuvieran presentes.
Inés dice que nunca ha podido completar una sola arpillera
porque su dolor es demasiado fuerte. No sabe por qué, dice,
pero no puede. Las otras tratan de alentarla, apoyarla. Le dicen,
“No te preocupes, aquí todas somos familia. Lo podemos
resolver trabajando juntas”. Cada taller es una familia
y reemplaza, en gran parte, a la familia que se perdió
cuando desaparecieron sus miembros. También hay algunas
familias que nunca denunciaron la desaparición de sus hijos.
Al escuchar hablar a las mujeres, especialmente aquellas de la
Asociación de Detenidos-Desaparecidos, un tema se repetía
con particular insistencia, y era la historia del secuestro de
sus seres queridos. Los detalles eran contados repetidas veces,
obsesivamente. Nunca conocí a una arpillerista que no me
haya contado esos momentos más de una vez. Cada una me
contó cómo y dónde su hijo o familiar fue
detenido, y de su incesante búsqueda por encontrarlo. Cada
búsqueda era idéntica. Todas comenzaron en varios
centros de detención y tortura como Tres Álamos,
Villa Grimaldi, Londres 38. Mientras las mujeres estaban sentadas
cosiendo, relataban en las telas los detalles de su interminable
andar. Las respuestas que recibían en las prisiones siempre
eran las mismas: “Su hijo no está aquí. Nos
avisaron hace unos días que se fue del país”.
O, “Su esposo la dejó por otra mujer”. Hasta
la fecha, nada se sabe de las aproximadamente 10.000 personas
que desaparecieron en Chile desde el golpe de 1973, pero para
las arpilleristas, la búsqueda forma parte de su vida cotidiana
tanto como su trabajo en las arpilleras.
…..
En la Chile democrática en 1991, el descubrimiento de las
fosas comunes ha revelado que los desaparecidos sufrieron muertes
brutales. Las familias buscan a sus seres queridos y desean enterrarlos
y colocar flores sobre sus tumbas. Las arpilleras recientes ilustran
la búsqueda constante de sus muertos.
…..
Una vez escribí a las mujeres pidiéndoles que describan
la participación de sus esposos en los talleres y actividades
relacionadas a los talleres durante los años que siguieron
al golpe. Una respondió, “No participan en nada;
están completamente desmoralizados. Nunca van a las protestas”.
Otra explicó, “Es mejor no llevarlos a las protestas.
¿Para qué llevarlos si pueden ser enviados al exilio,
o ser detenidos, o asesinados”? Otras expresaban mucha ternura
en sus respuestas: “Cuando estoy apurada por terminar una
arpillera, todos en la casa me ayudan, hasta mi esposo cuando
lo agarro de buen ánimo”. Y otra dijo, “Nos
ayudan a hacer las cabezas de las muñecas—es muy
fácil—o se quedan con los chicos cuando venimos a
los talleres”.
A pesar de haber comenzado a participar en la vida pública
durante el gobierno de Allende, su auge fue durante la dictadura.
Debido a múltiples factores, se les atribuyó un
rol de prominencia casi por omisión. Un gran factor fue
que la junta, con su extrema actitud machista, se sintió
más amenazada por los hombres. Por lo tanto, los hombres
eran los blancos principales de arrestos, tortura y desaparición.
La junta, no importa qué hacían las mujeres, no
podían permitirse valorar el trabajo que ellas llevaban
a cabo porque sería darles demasiado importancia; sería
tomarlas en serio. Si un hombre participaba de una protesta pública
contra el régimen, la junta lo tomaba como un desafío
a su autoridad que debía ser rebatido con la fuerza necesaria.
Las mujeres reconocían la posición precaria de sus
maridos; reconocían el privilegio de sus propias posiciones
bajo el régimen, por ser mujeres, y aprendieron a aprovecharse
astutamente de ese privilegio. No solamente denunciaron el poder
de Pinochet en sus arpilleras, sino también en las calles.
Participaron en todo tipo de demostraciones contra la dictadura.
La mayoría de las veces eran las mujeres las que insistían
en que los hombres debían quedarse en casa para evitar
los arrestos, el exilio, o la tortura. Por ser mujeres, se sentían
más seguras; protegían a los esposos y a los hijos,
generaban ingresos para sostener a la familia, y marchaban todos
los jueves al edificio de la Corte Suprema portando fotos de sus
desaparecidos sobre sus pechos, igual a lo que las Madres de Plaza
de Mayo hacían y siguen haciendo hasta el día de
hoy en Buenos Aires.
…..
Todas las mujeres con quienes hablé habían participado
en huelgas de hambre y se habían encadenado a cercas en
lugares estratégicos en el centro de Santiago, como ser
la Corte Suprema, la puerta de la casa de Pinochet, y la antigua
Casa de Gobierno. Muchas de sus demostraciones interrumpían
el tránsito y el normal fluir de la vida en la capital;
su estrategia era llamar la atención a la práctica
de tortura y desaparición por parte de la junta, y el objetivo
era obligar al régimen a decir la verdad sobre el destino
de los miembros desaparecidos de sus familias. Otra vez pregunté,
“¿Qué les da fuerza para continuar? ¿Qué
hacen para no vacilar? ¿Qué les impulsa a comprometerse?”
Respondían, “Todavía esperamos encontrar a
nuestros seres queridos, si no vivos, por lo menos conocer la
verdad de lo que les pasó y recuperar sus huesos si es
posible. A pesar de todo, sentimos que todavía están
vivos. Sentimos que sus espíritus están en todas
partes”. Delfina interrumpió y dijo, “Yo creo
que mi hijo está muerto, pero vive en la memoria de los
demás, en todos los jóvenes. Eso me mantiene viva
y activa. Todo lo demás es secundario”.
Funcionamiento,
Entrenamiento y Personal de los Talleres, 1974-1991
Los talleres fijaban una fecha una vez por mes para entregar las
arpilleras terminadas. La tesorera elegida por el grupo las llevaba
al Vicariato, y éste las compraba. La cantidad comprada
cada mes variaba según el dinero disponible y la cantidad
de arpilleras que se entregaban, pero en general cada mujer hacía
cuatro arpilleras por mes, una por semana. La mayor parte de los
materiales para las arpilleras, suministrado por el Vicariato
de Solidaridad, era reunido a través de pedidos dentro
de Chile y en el extranjero. Los materiales eran entregados a
cada grupo en la medida en que tandas terminadas de arpilleras
eran entregadas al Vicariato. La cantidad de material disponible
variaba, según la buena suerte o la escasez. La creación
de las arpilleras seguía siendo una empresa que se llevaba
a cabo con poquísimo dinero.
La asistencia técnica que se utilizó para hacer
las primeras arpilleras fue prestada por voluntarios entrenados
en artes plásticas, mujeres como la pintora Valentina Bonne.
De acuerdo a los relatos de las mujeres, al principio se les dijo
que hicieran escenas de sus vidas diarias, las cosas que veían
y lo que sentían. Empezaron por hacer recortes de pequeñas
figuras, pero eran chatas, sin vida, y sin movimiento. Sus primeras
casas eran todas similares y hechas de tela gris. Ellas mismas
decían que nunca pensaron que alguien compraría
lo que hacían: eran feas y a nadie le interesaría
la vida de la gente pobre.
Sin embargo, después de esta primera etapa, aprendieron
a observar más cuidadosamente, y fue como si el intentar
ver su propio humilde entorno con mayor claridad las llevó
a una visión más aguda de lo que pasaba en el país.
“Andaba como una idiota”, me dijo una mujer. “Me
fijé en todo muy de cerca. Creo que aprendí a ver”.
Otra dijo, “Las primeras arpilleras fueron muy difíciles
de hacer. Era tan difícil, ese punto de manta que cosíamos.
Era el mismo punto que usamos ahora para hacer los bordes. Luego
nos enseñaron el punto cruz y eso fue mucho más
fácil”. La percepción que las arpilleristas
tenían de sus trabajos tempranos es interesante porque
sus puntos de vista cambiarían con el pasar de los años
y llegarían a ser más habilidosas y a tener mayor
auto-confianza. Pero más que eso, la arpillera dejó
de ser solamente un medio de ganarse el pan de cada día
y se convirtió en una salida emocional, una forma de expresión
social, artística y política. Una mujer, todavía
refiriéndose a las etapas iniciales, dijo, “Era duro.
Veníamos a las reuniones porque teníamos que trabajar
juntas, y los hombres en casa no querían que saliéramos.
Pero yo tenía que ganar un poco de dinero porque teníamos
que comer. Luego empecé a disfrutar del trabajo porque
estábamos aprendiendo cosas nuevas”.
Este “aprender cosas nuevas” fue un resultado muy
importante de los talleres de arpilleras. Las arpilleristas—amas
de casa, costureras, lavanderas—asumieron una nueva identidad
que agregó una dimensión importante a su rol femenino
tradicional. Dejaron de estar completamente atadas a los quehaceres
domésticos en sus casas. Los talleres les permitieron formar
parte de un grupo fuera de la casa donde podían compartir
preocupaciones comunes, ganar dinero propio—muchas por primera
vez en sus vidas—e involucrarse en las realidades políticas
del país. Estas realidades comenzaron a expresarse con
verdad y devoción en las arpilleras.
“Nos reunimos en el comedor para hablar de maneras de parar
el hambre, y a una mujer se le ocurrió hacer muñecas
de tela blanca. No entendíamos. Luego comenzamos a agregar
florcitas, y salieron mejores, pero nadie las compraba. Eran tan
feas”. Sin embargo, después de la primera muestra
y venta de arpilleras en la Escuela de San Ignacio en Santiago,
las mujeres cobraron un nuevo sentido y propósito en la
vida y un sentimiento de mayor seguridad. Una mujer lo expresó
de esta manera: “Antes, yo nunca hablaba con nadie, y estaba
acostumbrada al hecho de que mi marido me golpeaba y yo nunca
hacía nada por defenderme. Pero después, aprendí
a tener amigos y hablar en las reuniones”.
“El comienzo fue duro”, dijo otra mujer. “Las
muñecas parecían tan sin vida sobre la superficie
de la arpillera hasta que a una mujer se le ocurrió hacerlas
como figuritas redondeadas con ropa y todo. Así las personas
chiquitas se volvieron activas, vivaces, dinámicas”.
El primer paso para cada arpillerista es decidir el tema que quiere
representar, y después de compartir su idea con el grupo,
se cortan las formas que configuran el fondo: los Andes, un sol,
nubes, techos. Uno por uno se cosen los elementos. Así
se construye la arpillera: se fija la escena, y dentro de la escena,
como en un escenario de teatro, se crea el drama agregando muñecos
y los otros elementos.
Crear los personajes principales de la escena es la parte más
difícil—tienen que contar la historia. Las cabezas
de los muñecos se hacen por separado. Se cortan pequeños
pedazos de tela, se llenan de pedacitos más pequeños
y se cosen. Se esconden nudos detrás del cuello de cada
muñeca, o se cubre el nudo con cabello. Generalmente se
hace el cabello con lana negra, pero si la lana adecuada no está
disponible, las mujeres usan tiras de su propio cabello. Se forman
los ojos y la boca con pequeños puntos bordados. Luego
viene la ropa. Las polleras son pequeños cuadraditos recogidos
en la parte de arriba que se abren en la parte de abajo; los pantalones
están hechos de dos rectángulos pequeños.
La ropa está hecha de todo tipo de material estampado,
dando así una apariencia más verídica a la
escena. Cuando la muñeca está vestida de pie a cabeza,
se la sujeta a la arpillera en el lugar adecuado. A menudo se
agregan otros elementos tri-dimensionales: ramitas para representar
leña, fósforos o palillos dentales para representar
los palos que lleva la policía para golpear a la gente;
papel de aluminio para los cascos metálicos que usa la
policía; pequeñas prendas cuelgan de una soga bordada
como ropa lavada. La arpillera cobra vida bajo las manos de su
creadora; más que eso, es la vida de la creadora porque
las figuras con frecuencia llevan ropa hechas de sus propias ropas
y a veces cabello de su propia cabeza.
El modo de participación en los talleres cambió
con el pasar del tiempo. Las mujeres con mayor experiencia enseñaban
a las más nuevas; todas se ayudaron con los problemas difíciles;
atravesaron juntas su aprendizaje. No solamente estaban aprendiendo
técnicas de costura, sino también a mirar, a ver
y transformar lo que veían y sentían en imágenes,
a manejar sus asuntos, y aprendieron a convivir y resolver problemas
grupalmente.
Aunque los talleres se tornaron más autónomos, la
relación entre el Vicariato y los diversos grupos siempre
fue una relación de calidez, cuidado y respeto mutuo. El
Vicariato de Solidaridad jamás les impuso temas a los grupos.
La formación de los talleres y su manera de operar siempre
giraron hacia un esfuerzo común, y ahora se puede ver el
histórico rol de liderazgo al cual apostaron las mujeres,
liderazgo que resultó de la unión con otras mujeres
para discutir los temas de relevancia e intentar resolver problemas
comunes. No cabe duda que las arpilleras es la visión del
mundo a través de los ojos de estas mujeres y será
uno de los testimonios más importantes de esta oscura época
de la historia chilena.
Los
Tapices de Una Nación
La historia de cada una de las arpilleristas se reconoce y se
palpa porque representa a la cultura nacional durante el período
de la dictadura. Por medio de retazos de tela y objetos desechados
que no valoraba el nuevo consumismo, estas mujeres lograron expresar
escenas prohibidas: tortura, prisiones clandestinas, y el hambre
en los barrios. Para las arpilleristas, los acontecimientos políticos
del país y sus vidas diarias se tornaron inseparables.
A través de su arte, representaron a su mundo: casas vacías
y niños buscando a sus padres. Sin embargo, a pesar de
la representación de un mundo de horrores, la arpillera
es colorida, alegre, y habla de la esperanza y el poder que nace
de la solidaridad del trabajo colectivo. En su inspirador ensayo
acerca de las arpilleras, Guy Brett alude a la dificultad de crear
arpilleras en épocas de represión:
Sería equivocado pensar que el proceso era fácil
o simple. Para formar cualquier tipo de organización,
para reunirse de cualquier modo en Chile después del
golpe era peligroso. No sólo había que superar
un crudo miedo. La junta estaba difundiendo una ideología
de consumismo y competitividad individual, hasta entre los pobres.
Y también existía el tradicional chauvinismo masculino
latino. Muchas mujeres se movilizaron, por empezar, debido a
una extrema necesidad. Pero en la medida en que creció
el movimiento, su función terapéutica cambió
para dar lugar a la comunicación conciente, no sólo
entre ellas sino con el mundo de afuera. Hay muchos quienes
piensan que el renacimiento de las organizaciones populares
en Chile y su primer gran empuje en las demostraciones de 1978,
que movieron tanto a la opinión pública, ocurrió
en parte cuando se unieron los Familiares de los Desaparecidos
y los habitantes de las villas miseria con el propósito
de hacer arpilleras.
…..
Las arpilleras tuvieron un enorme impacto sobre la cultura nacional.
Las arpilleristas comenzaron a trabajar en una época en
que nadie se atrevía a cuestionar a las autoridades, en
una época de obediencia y auto-control. Estas mujeres fueron
de las primeras en crear una cultura de resistencia, y con el
tiempo se unieron a ellas otros grupos: jóvenes estudiantes
universitarios y mujeres de las villas que organizaban ollas populares
y varias redes de solidaridad que no fueron auspiciados por el
régimen. A pesar de elogiar a la cultura doméstica,
el gobierno deploraba el trabajo de las arpilleristas, considerándolas
subversivas y peligrosas. Las arpilleras también representaban
el poder que inspiraba un tipo de trabajo doméstico que
hasta entonces había sido considerado marginal.
A través de las arpilleras, se denunciaban crímenes
específicos: por ejemplo, el descubrimiento de fosas comunes
en varias zonas de la capital y en los pueblos de Calama en el
norte de Chile y Lonquen cerca de Santiago. Las arpilleristas
son parte de la cultura nacional; son testigos y denunciantes
de una cultura violada por la muerte. Crean una artesanía
que rescata a los muertos a través de la memoria.
El texto narrativo de la arpillera emerge de las vidas marginalizadas
de las mujeres desposeídas y alienadas. Cuando las conocí
en los ‘70, muchas de ellas tenían hijos muy pequeños
y otros recién nacidos. En 1994, casi veinte años
después de nuestro primer contacto, sus hijos habían
crecido en hogares sin padres o hermanos, y ellas han salvado
a sus familias de la pobreza con su arduo trabajo. Aunque sus
denuncias han dignificado sus vidas, siguen solas y marginadas
en una sociedad que permanece indiferente a sus penas. Son las
viudas de la nación.
Han pasado muchos años desde que se hicieron las primeras
arpilleras. Todavía no hay respuestas acerca del destino
de sus hijos. No obstante, el gobierno quiere crear la imagen
de una Chile reconciliada, pero las arpilleristas creen que la
reconciliación no puede materializarse sin justicia.
Hace mucho que las reuniones de las arpilleristas se llevan a
cabo en el Vicariato de Solidaridad, ubicado en el centro de Santiago.
Recuerdo que en los primeros años de denuncia y severa
represión, entrar a este patio era como entrar en un refugio
donde uno sentía la presencia de paz y justicia. Allí,
las mujeres se reunían cada semana para dar los últimos
toques a las arpilleras que muchas habían comenzado a armar
en sus casas en su tiempo libre. En estas reuniones, recuerdo
cómo formaban alianzas e integraban los asuntos personales
de sus vidas y el deseo de paz con todo lo que estaba pasando
en el país. La solidaridad humana era el hilo que seguía
uniéndolas. A menudo conversaban mientras bebían
una taza de té o simplemente agua hervida con una cáscara
de limón.
…..
La arpillera asume una identidad original en la historia de Latinoamérica.
Es un valiente pedazo de costura que transfigura las experiencias
de pena y búsqueda en una tela de la memoria, logrando
gravarse en la cultura chilena al transformar la sumisión
y reserva femenina en armas no-violentas, aunque acusatorias.
Las arpilleristas, al igual que las Madres de Plaza de Mayo en
Argentina, generaron nuevas estrategias simbólicas al intentar
cambiar las estructuras de la opresión. Para ambos grupos
de mujeres, las fotografías son el eslabón que conectan
a los muertos con los vivos. Las Madres de Plaza de Mayo llevan
fotos de sus hijos desaparecidos, mientras las arpilleristas las
cosen en la tela. Estas mujeres comparten una imagen privada que
se torna en un espectáculo conmemorativo y colectivo para
la nación.
El lenguaje visual de las arpilleras es un lenguaje de emoción.
La vida que el estado autoritario deshumaniza y la brutalidad
de las fuerzas del orden se representan dentro del espacio de
la arpillera, que también apela a la belleza del mundo
natural, memorias de tiempos felices vividos con los desaparecidos,
y fe en la posibilidad de una existencia más humana y digna.
Las arpilleristas dicen que mientras vivan, seguirán creando
arpilleras para disipar el olvido, para dar voz a los muertos
y regenerar la memoria colectiva. La arpillera servirá
de crónica de vida dentro de la crónica oculta de
la historia chilena. En la siguiente observación,Guy Brett
arroja luz a la posibilidad de crear una vida menos deshumanizada:
Otro mensaje de resistencia en estos telares, que no puede extraerse
sin destruirlos físicamente, es, obviamente, toda la
forma en la cual están hechas. Esto es otra vez un curioso
fenómeno sutíl. Algunas de las imágenes
podrían considerarse sencillamente como bonitas y simples
si uno no entendiera el tema; y alguna gente que sí entiende
el tema tiene dificultad en reconciliar este aspecto con el
obvio cuidado y el placer que se siente en el uso de los materiales.
Pero esta dualidad es importante. En sus arpilleras, las mujeres
muestran la injusticia y la tristeza con gran exactitud y veracidad
pero no permiten que sus vidas y su voluntad se agote para dar
lugar a la rigidez y frialdad de sus opresores. Llega a ser
parte de la concepción personal de uno mismo como ser
humano el usar todo el arte que uno conoce para hacer brotar
las cualidades y belleza escondidas en los retazos de material
producido en masa, un hecho que se reconoce instantáneamente
y lleva a la gente como imanes a las arpilleras, donde sea que
se exhiban.
La Mirada de un Cómplice
He estado pensando y escribiendo acerca de las mujeres que producen
arpilleras durante muchos años. Sin intentar idealizarlas
o convertirlas en mártires, me conmueve la transparencia
de sus vidas porque ellas, ellas mismas, sostienen que no tienen
nada que esconder. Me inspira la elocuencia de sus diálogos
y la solidaridad que se ha desarrollado entre ellas, y también
la confianza que me tienen. De alguna manera, me he identificado
con sus historias. He visitado a estas mujeres desde hace más
de diez años, y sus voces siguen transmitiendo un dolor
que nace de la ausencia. No tienen ningún deseo de parecer
víctimas ni fingir tristeza, ni tampoco tienen deseos de
venganza. Su profunda preocupación es la de mantener viva
la memoria de sus seres queridos y de recuperarla en la creación
de las arpilleras. En sus telas han bordado la familia que fue
usurpada por el gobierno militar. Los nombres de sus seres queridos,
sus cumpleaños y días de sus santos, y las sillas
vacías en la mesa siguen presentes en sus humildes hogares.
Las casas están llenas de flores y plantas que aparecen
en las arpilleras, afirmando la vitalidad de la existencia y la
inviolabilidad de la vida humana.
Toya, cuyo padre fue un líder socialista desaparecido hace
diecisiete años, dice: “Quiero que la gente hable
de mi padre. Hace poco en el barrio donde vivo, nombraron una
plaza en su honor”. Anita, la mayor del primer taller, dice,
“Estoy feliz porque los compañeros de colegio de
mi hijo escribieron un libro de poesía para homenajear
su trabajo”. Su deseo de hablar del pasado y de negar el
olvido son constantes que reaparecen tanto en las conversaciones
como en las arpilleras.
Desde el principio de este movimiento en 1974, las arpilleras
han sido anónimas. Solamente algunas de las mujeres escribían
sus iniciales en el reverso de la tela. En los primeros años
de los talleres, la policía confiscó algunos de
los tapices. Algunas arpilleras llevan un mensaje escrito en un
pequeño bolsillo cosido en la tela. A veces este mensaje
es un poema, un pequeño fragmento que narra la circunstancia
de la mujer que lo escribió. De esta manera, emerge una
narrativa doble: aquella que aparece visualmente en la tela, y
aquella que aparece en el reverso en forma escrita.
Los temas recurrentes en las arpilleras son las desapariciones,
la violencia política, y la tortura. Nunca se convirtieron
en productos comerciales, nunca fue la intención producirlas
masivamente ni darles fines comerciales. Siempre se hicieron dentro
de los espacios marginales y silenciosos de las casas y los sótanos
de las iglesias. A través de su lenguage visual, representan
las vidas de las mujeres cuyos derechos básicos de madres
y seres humanos les fueron negados por la junta militar. Las arpilleras
de Chile compartirían el legado universal de otros tejidos
que cuentan las historias de la violencia. Como observa Ariel
Zeitlin en un ensayo no-publicado, titulado “Los tejidos
de la guerra”:
Los tejidos de la guerra demuestran una tendencia internacional,
desparramadas a lo largo de tres continentes, entre más
de diez grupos étnicos, lingüísticos o nacionales.
Estos incluyen los Turkoman, Baglani y Balerch de Afghanistán,
los Ayauchans de Peree, los Maya de Guatemala, la clase trabajadora
de Santiago de Chile, los Dega de Vietnam, los refugiados vietnamitas,
los Tai Lue y los Hmongs de Laos.
Las arpilleristas hablan no sólo de sus propios hijos sino
también de las generaciones futuras que crecerán
sin padres, hermanos y lazos familiares. Otro aspecto esencial
de las arpilleras es su incorporación al legado del cuerpo
que no está. En desafío a la dictadura que hizo
desaparecer gente y trató de borrar todas las huellas de
su existencia, las madres a menudo incluyen en los tapices una
representación del cuerpo del hijo desaparecido como motif
constante. A veces sujetan con costuras retazos de ropa que pertenecía
al desaparecido. Se cosen fotografías a las arpilleras
que presentan imágenes de los desaparecidos contra un legado
de negación política. Las fotografías toman
el lugar de los seres queridos y funcionan como testimonio a su
existencia. Como en muchas regiones del mundo en tiempos de guerra,
cuando las mujeres tenían la costumbre de bordar mensajes
de amor en las fundas de las almohadas, las fotografías
en la arpillera hablan de amor y esperanza. También admiten
abiertamente el dolor por la ausencia del cuerpo, dolor que quizás
hasta entonces había sido callado y cubierto.
Quizás el texto de Sara Ruddick resuma mejor el legado
fundamental de las arpilleristas, como así también
de las otras mujeres que luchan por el destino político
de sus países:
Porque han sufrido la violencia militar—han sido desnudadas,
humilladas sexualmente, y torturadas—los cuerpos de los
hijos se han convertido en un lugar de dolor. Debido a que la
violación de cuerpos tiene como fin aterrorizar, el cuerpo
en sí se convierte en un lugar colmado de terror. Resistiendo
esta violencia, los cuerpos de las madres se tornan en instrumentos
de poder no-violento. Al adornar sus arpilleras con representaciones
de cuerpos amados y violados, expresan la necesidad del amor
aun en medio del terror.
En sus protestas callejeras, estas mujeres cumplen con las expectativas
tradicionales de femeneidad y a la vez las subvierten. Estas son
mujeres que quizás pensaban vivir una ideología
de “esferas separadas” en las cuales los hombres y
las mujeres tenían tareas distintas pero complementarias.
No importa la ideología respecto de la división
sexual del trabajo que hayan tenido, sus circunstancias políticas,
como así también la aparente mayor vulnerabilidad
y mayor timidez y convencionalidad de los hombres entre quienes
vivían, las obligó a actuar públicamente.
Actuar públicamente como mujeres que traen a las plazas
públicas en una nación policial las fotografías
de sus seres queridos, mujeres que ponen fundas de almohadas,
juguetes y otros artefactos personales de sus hijos contra las
rejas con alambre de púa de las bases militares, traduciendo
símbolos de maternidad en palabra política. El amor
que preserva, la singularidad de la conexión, la promesa
del nacer y la resistencia de la esperanza, el tesoro irremplazable
de la vulnerabilidad del cuerpo—estos clichés del
trabajo materno se representan en público por mujeres que
insisten en que sus gobernantes pronuncien sus crímenes
y tomen responsabilidad por ellos. Hablan un “lenguaje de
mujeres” de lealtad, amor e indignación; pero hablan
con ira pública en un lugar público en formas en
que se suponía jamás debían hablar.
La pimera vez que dije adiós a las catorce mujeres que
formaron la primera asociación de arpilleristas en 1977,
ellas me dieron fotos de sus seres queridos. Fue entonces que
decidí no ser meramente observadora sino también
partícipe de la diseminación de sus historias. Quería
hablar con ellas y no por ellas. Durante muchos años guardé
sus fotografías y traté de reconstruir la historia
de mi país para entender sus silencios y sus tristezas.
Las Arpilleristas y la Democracia
Desde los ‘90, Chile ha tenido un gobierno democrático—la
administración actual de Eduardo Frei y la que le precedió
de Patricio Alwyn. El gobierno de Alwyn produjo un informe acerca
de la implicación de las fuerzas militares en violaciones
de derechos humanos, pero les otorgó amnistía a
todos. El gobierno de Frei aún no ha pronunciado su juicio
sobre el tema. Se han implementado numerosos cambios desde la
victoria del referendo. La represión, el terror y la censura
de la dictadura de Pinochet están siendo erradicados, y
Chile ha regresado a su vieja tradición democrática.
Una vez más, las mujeres chilenas gozan de la libertad
de esta democracia. Lo hacen ahora, sin embargo, con una conciencia
diferente. No se olvidan del poder ganado cuando aprendieron que
podían cambiar las cosas tomando las calles y protestando
en contra de la dictadura, y esta confianza las inspira al encarar
los problemas contemporáneos de Chile.
No obstante, la participación de mujeres en el gobierno
sigue siendo mínima. El gobierno de Alwyn no nombró
ministro a ninguna mujer; hay solamente tres senadoras nombradas
por Pinochet, y sólo seis representantes y tres sub-secretarias
fueron nombradas al Palacio de Justicia y al Ministerio de Recursos
Naturales. Actualmente, el objetivo principal de los grupos de
mujeres es nombrar y elegir mujeres a cargos públicos,
modificar los artículos constitucionales que discriminan
contra ellas, y establecer un Ministerio Para Mujeres.
Ya no existen talleres de arpillera en Chile. El Vicariato de
Solidaridad consideró finalizado su trabajo con el retorno
de la democracia en 1989. Los talleres, por lo tanto, perdieron
el auspicio de la Iglesia y fueron desmantelados en 1992. Únicamente
el grupo inicial de arpilleristas sigue en pie, y esporádicamente
crean arpilleras para completar un registro histórico indispensable.
Las mujeres que siguen haciendo trabajo de arpillera lo hacen
independientemente y solas en una habitación que les fue
dada por la Iglesia Metodista ubicada en el centro de Santiago.
Todas en ese grupo, con la excepción de Anita, la mayor,
creen que sus hijos o sus padres están muertos. Me cuentan
que no quieren venganza, que no buscan represalias tampoco, pero
sí algún tipo de reconocimiento público que
sus esposos, padres e hijos no fueron criminales o ladrones sino
seres humanos con conciencia política. Constantemente preguntan,
“¿Por qué nos quitaron la posibilidad de ser
felices?” Muchas de ellas quisieran que los derechos humanos
fueran una parte fundamental del curriculum escolar para las generaciones
futuras de chilenos.
…..
En mis conversaciones con las mujeres en estos años de
democracia han surgido temas que preocupan a las sociedades que
están viviendo procesos de democratización. Años
antes del establecimiento de un gobierno democrático en
Chile, la llamada Concertación o alianza de fuerzas anti-pinochetistas—entre
ellas los socialistas y social demócratas—reconocieron
la importancia y el significado de las arpilleristas y otros grupos
de mujeres. Lamentablemente, sin embargo, la democracia no ha
reconocido el valor del rol que estos mismos grupos de mujeres
puede tener en la democracia. Los partidos políticos ya
establecidos que volvieron del exilio no otorgaron ninguna prioridad
ni reconocimiento a las peticiones de las mujeres. Jane Jaquette
señala que:
A pesar de un comienzo prometedor, el futuro de la democracia
en América del Sur está lejos de ser seguro. Las
democracias de Sudamérica están bajo enorme estrés,
y los grupos de mujeres están en una posición estratégica
para influenciar el actual consenso frágil de respetar
las reglas del juego democrático. El que las democracias
sudamericanas sobrevivan entrando en los ‘90 va a depender,
en gran parte, del rol que jueguen las mujeres.
Mujeres Que Bailan Solas: Las Arpilleristas y el Folklore
Chileno
En 1983, muchas de las arpilleristas decidieron crear un grupo
de folklore donde cantarían y bailarían colectivamente
y compondrían canciones acerca de sus vidas como mujeres
solas. Su performance más memorable tuvo que ver con la
danza de la cueca sola. La mayoría de las cuecas tratan
temas como el amor de una pareja y a través de la danza,
se tejen diferentes etapas del interludio romántico. En
la medida en que la guitarra y el arpa entonan la melodía
y las manos alegremente aplauden al son del ritmo, el hombre levanta
su cabeza y su gran pañuelo en la mano, y sonríe.
Cara a cara, separados por unos pasos, los movimientos de la pareja
se despliegan en un círculo imaginario.
La cueca sola se ha convertido en una importante metáfora
para las mujeres chilenas que enfrentan la represión y
violaciones a los derechos humanos. La danza representa la denuncia
de una sociedad que permite que ocurra la desaparición
de los cuerpos de víctimas de violencia política,
una sociedad que les niega un entierro digno e impone el silencio
a sus familiares. Mediante la cueca sola, las que bailan cuentan
una historia con sólo sus pies, la historia del cuerpo
mutilado de un ser querido. A través de sus movimientos
y la música de la guitarra, las mujeres también
recrean el placer de bailar con la persona desaparecida.
Figura
1. Mujeres bailando la cueca sola
Cuando las mujeres llegan a la pista de baile, hacen un llamado
a los desaparecidos y bailan para ellos una danza a la vida. El
compromiso a la verdad histórica y política que
demuestran estas mujeres está ligado a su ética
personal. Al bailar la danza nacional de este modo, los miembros
del grupo denuncian las acciones del gobierno en un espacio público.
Al bailar solas la danza nacional, las mujeres comienzan a emerger
como seres históricos con identidad propia.
La cultura popular reconoce estos actos recordatorios en honor
de los desaparecidos donde sea que las arpilleristas llevan a
cabo su danza de soledad y amor perdido. Músicos reconocidos
mundialmente se han inspirado y compuesto canciones sobre este
ritual, como “They Dance Alone” (Bailan solas) de
Sting y “Hay una mujer desaparecida” de Holly Near.
Una mujer que baila sola evoca, a través del ritmo de la
cueca, la memoria del hombre ausente, y la danza, que comienza
como experiencia placentera, se transforma en una fuente de dolor
y memoria. El pañuelo recuerda al espectador de los mantos
que cubren el cuerpo de un muerto. Los pasos de la mujer cobran
cierto poder al moverse a lo largo del escenario vacío.
A veces como preludio, un grupo de mujeres entra al escenario
con una bandera bordada que proclama “Democracia en el país
y en el hogar”, remarcando que lo personal es político
y que la violencia doméstica está profundamente
ligada a la violencia en el país en general.
Se cantan algunas cueca solas en manifestaciones y servicios recordatorios,
entre ellas “Te he buscado tanto tiempo”. El tema
de la canción es la búsqueda de una persona desaparecida,
y la letra describe un largo viaje a través del país
y una denuncia a los culpables:
Te he buscado tanto tiempo.
No te encuentro.
He perdido, he llorado,
y nadie quiere escucharme.
El poderoso coro revela la posición en la cual se encuentran
los familiares en su búsqueda:
Exijo la verdad.
Removeré cielo y tierra
sin descanso,
y daré toda mi vida,
y daré toda mi vida
para saber dónde están.
El
último verso de “La canción de la esperanza”
es una reflexión sobre la búsqueda colectiva, la
conciencia compartida en todas las que bailan y en todas las mujeres:
Dame tu mano, María.
Toma mi mano, Rosaura.
Dale tu mano, Raquel.
Pronunciemos nuestra esperanza.
Una
mujer del grupo, al referirse al sentido de esperanza que comparten,
nos dice lo siguiente:
Esta esperanza se basa en la fuerza que nos da la lucha por
la vida. Puede ser que muchos de nuestros familiares no hayan
sobrevivido las atrocidades a las cuales fueron sometidos, pero
de acuerdo al testimonio de las personas que estuvieron con
ellos, muchos podrían haber permanecido en lugares ocultos,
y quizás todavía podamos salvarlos.
Al igual que las arpilleras, la danza representa una afirmación
a la vida y la negación a la muerte. A través de
la cueca sola y sus movimientos llenos de cadencias suaves y delicadas,
las mujeres representan al cuerpo libre, el cuerpo que no ha sido
torturado, y al cuerpo que está lleno de vida. Es por esta
razón que el grupo de folklore se llama “Canto a
la Vida”. Es una vida comprometida con la justicia social.
La desaparición de un ser querido se convierte en parte
de la historia de un país y el concepto de patria asume
una identidad femenina. Uno de los slogans de las mujeres que
luchan por los derechos humanos es “Libertad es nombre de
mujer”. La cueca sola recuerda al pasado, la compañía
de la pareja, el placer, el deseo, y la sensualidad de bailar
con el ser amado. La danza también refleja el dolor de
extrañar a un ser querido:
Alguna vez mi vida era dichosa.
Mi vida calma llenaba mis días,
pero la desgracia entró a mi vida,
mi vida perdió lo que más quería.
Alguna vez mi vida era dichosa.
Siempre me pregunto
¿dónde te tienen?
y nadie me responde
y no regresas.
Ver
a una mujer bailar la cueca sola es una experiencia conmovedora
porque sus pasos reflejan el transcurso diario de una historia
nacional oscura. Estas mujeres están verdaderamente solas,
sin saber dónde están sus seres queridos. La cueca
sola y su relación con la resistencia y denuncia es un
poderoso fenómeno de la cultura popular chilena. Muchas
chilenas han sido maltratadas a través de la tortura o
violencia doméstica. Las mujeres que bailan la cueca sola
utilizan sus cuerpos y la sensualidad de sus movimientos para
contar sus historias a un público fascinado y compasivo,
y transforman a la danza nacional en un llamado a la libertad.
Con su poderoso y conmovedor simbolismo, la cueca sola, como la
arpillera, se ha convertido en una de las formas más creativas
y efectivas de protestar contra los abusos a los derechos humanos
en Chile.
Las arpilleristas no son solamente las costureras del enrevesado
pasado chileno. Ahora, a través del ritual público
de la danza, han mostrado con sus cuerpos lo que la arpillera
ha mostrado con la tela: una vida de ausencias, una vida de tristeza.
Viven y bailan solas. Cuando bailan y cantan la cueca sola, algunas
sostienen fotos de sus seres queridos como si ellas mismas fueran
arpilleras llenas de vida humana y movimiento.
En
el Umbral de la Esperanza
En el verano de 1994, regresé a Chile a visitar a las mujeres.
Durante nuestras reuniones, tratamos de llegar a un lugar de aceptación
del pasado. Recordamos cómo tuve que llevar arpilleras
escondidas en mi equipaje a los Estados Unidos. Recordamos las
primeras protestas cuando las arpilleristas salieron a las calles
a participar en acciones que luego serían bordadas en sus
telas. La euforia inicial de los años que culminaron en
la consolidación de la democracia se acabó, y es
justo preguntar qué ha traído a las vidas cotidianas
de estas mujeres la democracia o un sistema económico liberal.
Para las catorce mujeres reunidas en esas tardes de diciembre
y enero, la democracia les ha traído indiferencia, amnesia
colectiva, y soledad. Las graves desigualdades sociales, como
la extrema pobreza que afecta a casi la mitad de la población,
ponen en evidencia que el nuevo consumismo y avances tecnológicos
siguen beneficiando solamente a una minoría de chilenos.
La inserción al campo laboral de mujeres de clase trabajadora
es aún más difícil, debido a la escasez de
guarderías para niños provistas por el estado. A
las arpilleristas y sus hijos también les afecta la falta
de políticas que beneficien a los pobres. Solamente las
madres y esposas de desaparecidos reciben una pequeña pensión
compensatoria, que es apenas suficiente para su supervivencia.
El tema de derechos humanos y las implicancias para el país
no es una preocupación fundamental del nuevo gobierno democrático.
La presencia de las arpilleristas en huelgas de hambre o protestas
sobre el tema de amnistía para los militares, es frecuentemente
ignorada y subestimada por los medios. Ciudadanos indiferentes
ignoran la fragil presencia de estas mujeres hambrientas y continúan
con sus vidas diarias. Sólo los estudiantes y los sin voz
las acompañan en su tristeza y en su búsqueda.
La sociedad chilena parece oscilar entre los umbrales de la memoria
y el olvido, entre la necesidad de recordar y la necesidad de
olvidar. Sin embargo, la reconciliación sin justicia y
reconocimiento es un precio que las arpilleristas no pueden aceptar.
Las arpilleristas viven y bordan en soledad. Dicen que tratarán
de seguir haciendo arpilleras porque los desaparecidos no son
fantasmas. Su presencia se borda en la tela. En este mes de diciembre,
me encuentro con ellas en una pequeña habitación
de la Iglesia Metodista que les ha brindado un espacio de trabajo
durante los últimos cinco años. El dolor ha zurcado
arrugas en sus rostros; sus ojos se ven hundidos y agotados. Las
agota la indiferencia que envuelve a la nación. Con sus
arpilleras, siguen recordando lo que el país elige olvidar.
Su ropa, la misma ropa que usaron durante años, da fe de
su tristeza permanente. Miro sus zapatos gastados—zapatos
tristes que no van a bailes ni fiestas--los zapatos de mujeres
cansadas que bailan solas.
En la sala de reunión en enero de 1994, se ven muchos colchones
echados en el piso. Les pregunto a las mujeres por qué
están ahí, y me contestan que los usaron durante
una huelga de hambre en agosto de 1993 que duró más
de cien horas. La huelga de hambre era en contra de la Ley de
Amnistía que quería pasar el gobierno.
Las veo llegar en una mañana luminosa. Siempre entran a
los cuartos vacíos y espacios oscuros y comienzan a abrir
las ventanas y hervir un poco de agua para su té. Ninguna
organización gubernamental auspicia su taller. Ya no hay
un mercado para la distribución de las arpilleras, pero,
no obstante, veo que sacan de bolsas de papel pedazos de tela
de todos colores y comienza a emerger una arpillera de sus manos.
Están trabajando en una arpillera colectiva que contiene
muchos barriletes sobre los cuales van a bordar las palabras:
vida, amor, y libertad. Sacan agujas y tijeras. Su vista se ha
vuelto más delicada, y con paso lento empiezan a recortar
formas de árboles, pájaros y rostros. Una de ellas
me dice que va a incorporar la geografía de Chile en su
arpillera con la pregunta, “¿Dónde están?”
Las arpilleras comienzan a adquirir vida propia. Las mujeres hablan
de los muertos mientras crean rostros sobre las telas. Han sobrevivido
más allá de la muerte. Mientras bordan, sus cuerpos
cansados y rostros sin expresión se vuelven más
animados. Hacer arpilleras es como escribir poesía o dar
vida. Como dice Toya, “Es como estar con ellos y hacerlos
volver mientras miramos la tela, mientras bordamos los ojos y
las manos y la palabra, vida”.
Las
Arpilleristas y Su Legado
El final del apoyo a las arpilleristas por parte del Vicariato
de Solidaridad es sintomático del estado general del silencio
del país. La decisión del Vicariato de cesar el
auspicio a los talleres es también una respuesta a la imposición
sistemática por parte del gobierno democrático de
valores culturales ligados al capitalismo mercantilista y la exaltación
al éxito económico individual. Curiosamente, muchos
de estos valores son vestigios del modelo autoritario del régimen
anterior. Cada arpillera hecha por las víctimas del régimen
militar es un fiel testimonio a una vida de oscuridad y al legado
del miedo y también al poder de los individuos de crear
belleza y paz bajo condiciones adversas. Las arpilleras representan
el lado más noble del espíritu humano.
Las arpilleras son más hermosas cada vez que las veo. Exhiben
manos sosteniendo palomas blancas, campos abiertos, enormes soles,
y mujeres cuyas miradas atraviesan umbrales. A partir de la realidad
concreta de sus vidas, a partir de las historias que han elaborado
desde la detención de sus seres queridos, las arpilleristas
se fueron desarrollando a lo largo de varias etapas desde el estridente
grito de acusación a la postura más reflexiva de
tiempos recientes que medita sobre el duelo colectivo de una sociedad
que les ha negado una voz.
Este libro está dedicado al espíritu invencible
de estas mujeres que no sólo buscan a sus hijos sino también
al rostro de la verdad. Las palabras del joven poeta esloveno
Ales Debeljak sintetiza esta visión: “La memoria
colectiva de cualquier nación se sujeta a la experiencia
del pasado, sin la cual no puede existir una visión del
futuro”.
Figura
2. Protesta de habitantes de villas miserias, mujeres saliendo
a la calle.
“Y
de esta manera pasan los días y los meses, y con ellos,
los buenos y los malos tiempos. Si quieres saber más acerca
de nosotras, las ‘arpilleristas’, basta con mirar
a nuestras arpilleras. Ahí es donde se cuenta la historia
de nuestras vidas. Ahí encontrarán nuestros hogares,
nuestros hijos, nuestros barrios y villas, nuestra pobreza, nuestras
organizaciones de base, y sobre todo, nuestra lucha.”
Figura
3. Una madre y su hija joven.
La
madre porta la letra “A” que es la identificación
con la asociación de los desaparecidos. Esta es una arpillera
poco común porque generalmente a las madres se las representa
solas. La niña habla del futuro y de la regeneración.
“Al hacer arpilleras, las personas pequeñas son la
parte más difícil de hacer y llevan mucho tiempo.
A veces me canso…entonces pienso en mi hija mayor y me vuelve
la energía. Quiero que crezca y que vaya a la universidad,
que pueda ser profesional, es mi deseo en la vida. ¿Podrá
realizarse este sueño?”
Figura
4. Mujeres en el taller de arpilleras
Atrás
están los detenidos-desaparecidos. Esta arpillera muestra
un real sentido de lo que era trabajar en los sótanos de
las iglesias en los barrios pobres de Santiago.
“Somos dieciocho mujeres en nuestro taller. Nos ayudamos
y nos criticamos cuando las cosas no salen bien. Queremos trabajar
cada vez mejor, hacer arpilleras más bonitas, porque necesitamos
lograr que la gente las disfrute y las compre. Cuando caen las
ventas nos ponemos nerviosas y no sabemos qué hacer. Pero
al final, nunca perdemos la esperanza…”
Figura
5. Mujeres que se han encadenado frente al Congreso
Mujeres
que se han encandenado frente al Congreso nacional durante la
democracia, exigiendo verdad y justicia. Esta es una de las primeras
arpilleras, hecha en 1974 por Doris Meniconi.
Figura
6. "Contra-arpillera" hecha en el Centro de la Madre.
Esta es una “contra-arpillera”
hecha en el Centro de la Madre, auspiciado por la esposa de Pinochet,
donde se llevó a cabo un severo adoctrinamiento. Esta arpillera
muestra un mundo casi quieto y perfecto, lejos de aquel mundo
revelado por las arpilleristas. Los materiales también
eran de mayor calidad que los usados por las esposas de los prisioneros
políticos.